LA CAJA DE GALLETAS
Manuel Rosales
Apenas tuve tiempo de llegar a la estación y comprar el billete de tren regional con destino a Vic. Como siempre el tren procedente de Puigcerdá llegaba con retraso. El día que no era un árbol caído en las vías era la catenaria o cualquier otra incidencia que hacía de la linea R3 de cercanías, a precio de regional, en la más lenta y peor operada de cuantas hay en España. Nada mas subir busqué asiento en el que fuera mirando hacia la dirección de bajada que tomaba el tren para evitar mareos. La locución indicó que aquel era el tren con destino Hospitalet y que saldría en dos minutos, aclarando que paraba en todas las estaciones. El tren empezó su lento y sinuoso trazado hacia la próxima estación. Era un Lunes después de puente, por lo que iba lleno de pequeños excursionistas que habían disfrutado de un fin de semana largo en plena naturaleza dejando atrás la jungla de cemento. Siempre me he preguntado como estos diminutos seres de muy poca edad pueden cargar con gigantescas mochilas que a veces doblan la altura de quienes las llevan. Del asiento trasero me llegó la risa de un anciano. Al girarme para verlo me encontré con un tipo vestido al estilo de Angus Young, guitarrista del grupo de rock AC/DC. ¡Increíble!, estas cosas sólo me podían pasar a mi, acabar un lunes en un tren lleno de Boys Scouts con el guitarrista de AC/DC como retaguardia. -¿Que pasa joven?, ¿no le gustan los pequeños excursionistas? Lo que faltaba, ahora se me ponía a hablar y tendría que aguantar todo el camino la charla de mi estrafalario compañero de viaje. Dudaba entre contestarle o ignorarle haciéndome el dormido como muchas otras veces y poder deshacerme de esa tortura social que supone tener que escuchar las historias, pensamientos o visiones de como acabar con la crisis, con las cuales te obsequian los vecino de asiento en transporte públicos. Durante un rato aguanté estoicamente las embestidas verbales de mi vecino de asiento, unas veces cerrando los ojos, otras mirando por el cristal, intentando concentrarme en el paisaje pre-pirenaico. − Joven, si se sienta a mi lado y escucha con atención le contaré una de las mas insólitas aventuras que habrá oído en su vida. Este que le habla jugó un papel fundamental en la historia más reciente de España. − Mire buen hombre, -le contesté-, yo sólo quiero llegar a Vic. Quiero un rato de paz y sosiego, disfrutar todo lo que se pueda disfrutar de un viaje en Renfe. − Como quiera joven, usted se lo pierde. El tren se acercaba a la estación de Sant Quirze de Besora con un lento traqueteo que invitaba más al sueño que a la vigilia. Por alguna razón no conseguía dormir un rato y mis oídos tenían que soportar las canciones de los pequeños excursionistas. Pensé que era buena 1
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idea escuchar la historia de mi vecino. Eso me entretendría hasta llegar a mis destinó. Suspiré, me gire y le hablé al abuelo vestido de rockero. − Estoy pensando que podría contarme esa historia, -le espeté sin anestesia-. − ¡Suerte tiene que no soy rencoroso!. Siéntese y le contaré una historia que pocos han escuchado y aun menos personas conocen.
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Manuel Rosales
Todo empezó una primavera del año 1939. Entonces yo vivía en el pueblo de Camprodon. Era todo un mozalbete que aprendía el oficio de carpintero en un taller de la zona. Contaba con la edad de diez años y una familia larga de hermanos, padre y madre. Recién estaba acabada la guerra. Hacía tres días habíamos escuchado el discurso vencedor de Franco. “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Burgos, 1º de abril de 1939, año de la victoria” Habíamos escuchado el discurso en la radio del casal popular y desde entonces nos preguntábamos cual sería nuestro destino. Mi padre no había combatido y por lo tanto no teníamos nada que perder, pero en aquella época cualquiera podía denunciarte diciendo que eras un comunista. El pueblo estaba gobernado por el alcalde impuesto por el régimen, el boticarios, el sargento de la Guardia Civil y el señor párroco que cuidaba de que nuestras almas fueran al cielo el día que muriéramos, lo cual dicho sea de paso, algunas fueron prestas y veloces a rendir cuentas a San Pedro. Aprendiz como era de carpintero fui llamado por el señor Pep, que así era como se llamaba mi jefe, para que acudiera al taller ya que recientemente había sido contratado para trabajar en una de las casas del Maristany, un paseo señorial a la salida dirección Setcases. Nada más llegar al taller pude observar la frenética actividad que se respiraba en el. Todos los trabajadores, aprendices y el mismo jefe estaban preparando todo lo necesario para empezar a trabajar. Eran las ocho de la tarde, la jornada laboral ya había acabado, pero aun así todos se disponían para seguir. El jefe había encargado a la mestressa que hiciera unos bocadillos para toda la cuadrilla. Con esa poca destreza que le caracterizaba para hablar nos reunió a todos en el centro del taller y nos dijo la siguiente frase lapidaria: ¡Señores!, esta tarde he recibido un encargo de trabajo que tenemos que realizar en 24 horas. No os puede dar muchos detalles ya que a mi tampoco me los han dado, sólo os digo que este trabajo es por España y la República. ¡No pasarán! ¡No pasarán!- repetimos todos-.
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Recogida y ordenado todo el material de trabajo nos encaminamos hacia la mansión del Paseo Maristany. Nada mas llegar observamos mucha vigilancia militar alrededor de la casa. Vigilancia de esa que los militares llaman discreta, pero que un pueblo de menos de mil habitantes no hay nada que pase discretamente. La casa era de dos plantas, obra del arquitecto Bernadí Martorell i Puig, uno de los representantes más interesantes del estilo modernista tardío. Fuimos introducidos en la casa por la puerta de servicio. Bajamos hasta un semisotano que tenía la entrada por la despensa de la cocina. Se accedía a ella por una trampilla en el suelo disimilada con una alfombra encima. El sótano era una estancia muy grande en la que sólo alumbraba una tétrica luz de carburo. Nuestro trabajo consiste en confeccionar unos diez baúles de madera aquí abajo, sin que nadie pueda saber que es lo que estamos haciendo.- nos dijo el señor Pep¿Qué es lo que meterán dentro? –pregunté¡Eso no es asunto nuestro!, te repito que nuestro trabajo es hacer los baúles de madera y ¡nada más!. Tenemos seis horas. Son las diez de la noche, ¡anem per feina! (comencemos).
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Los minutos pasaban lentamente, íbamos trabajando a marchas forzadas. Habíamos de hacer esos diez baúles antes de las cuatro de la mañana, un trabajo duro en un tiempo récord. Cuando eran poco antes de las cuatro terminamos nuestro trabajo, pero cuando nos disponíamos a salir oímos una voces en alemán. Hoch oder zu schießen (alto o disparamos) Rápido, rápido. ¡Salgamos de aquí!- nos gritaba nuestro jefe¿Pero no había militares protegiendo la casa?-le gritéA estas horas deben de estar en París.
Una patrulla alemana que apoya al ejercito nacional había irrumpido en la casa. Al salir por la cocina vi una lata de galletas Birba en la cocina que contenía algo que brillaba. La cerré con su tapa y la metí debajo de mi abrigo. Salimos otra vez por la puerta de servicio y no se me ocurrió otra forma mejor de que no me cogieran con la lata de galletas que enterrarla a los pies de un árbol en el paseo, un árbol que tiene cara de hombre. Nunca pude ver que tenía la lata de galletas ya que esa zona del pueblo fue tomada por los principales mandos del ejercito franquista y no se permitía el acceso.
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Durante muchos días los franquistas estuvieron haciendo preguntas por el pueblo, querían saber la existencia de unos baúles cargados con oro de la república que podrían haber salido del pueblo. Los baúles que nosotros hicimos jamas llegaron a salir de aquel sótano, ya que procuramos esconder bien la entrada a él. Mucho tiempo después hablando con el señor Pep cuando era mayor llegamos a la conclusión de que habíamos formado parte de una organizada operación de distracción. El gobierno en retirada de la república había encargado a un maestro carpintero de cada comarca fronteriza la construcción de diez baúles de madera. Dicho engaño iba destinado al ejercito franquista y al gobierno francés, deseoso de hacerse con el oro de la república en compensación por los miles y miles de refugiados que habían acogido en su país.
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Manuel Rosales
El tren llegaba a Vic y mi vecino viajero concluyó su relato. A mi me había despertado la curiosidad. - ¿Que es lo que había en la lata?- le pregunté- No sé –me contestó- ¿Cómo que no lo sabe? - A mi me fue bien la vida y para no despertar sospecha entre las nuevas autoridades, jamas fui a desenterrarlo. Mi acompañante se levantó del asiento cuando el tren entraba en la estación de la capital de osona. En cuanto las puertas se abrieron mi extraño viajero desapareció dejándome en un estado pensativo.
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