INTRODUCCION(Versión actualizada)
Amigos y vasallos del Dios omnipotente,
si quisierais oírme benevolente mente
os querría contar un suceso excelente
que estimaréis cabal y exacto totalmente.
Yo, el maestro Gonzalo de Berceo llamado,
yendo en romería, fui a parar en un prado
verdino y aromático, de flores repoblado,
lugar apetecible para un hombre cansado.
Daban olor intenso las flores excelentes
refrescando la cara y el alma de las gentes.
De las piedras manaban fuentes claras, corrientes:
en verano, bien frías; en invierno, calientes.
Allí había abundancia de buenas arboledas,
higueras y granados, peros y mazanedas
frutas de varias clases y precios o monedas;
pero no las había ni podridas ni acedas.
La verdura del prado, el olor de las flores,
la sombra de los árboles de templados sabores
tanto me refrescaron que perdí los sudores.
El hombre viviría con aquellos olores.
Nunca encontré en la tierra lugar tan deleitoso,
ni sombra tan templada, ni aroma tan sabroso.
Descargué mi ropilla por yacer más vicioso
y me tendí a la sombra de un árbol majestuoso.
Estando así, a la sombra, abandoné cuidados.
Escuché cantos de aves, dulces y modulados.
Nunca oyeron los hombres cantos más afinados
que concertaran aires mejor armonizados.
Unas daban la nota, y las demás la alzaban.
Las que iban con el tema, errar no las dejaban.
Al posarse o moverse, las demás se esperaban.
Aves torpes o roncas allí no se acostaban.
No podría escucharse organillo o violero,
ni giga, ni salterio, ni manoderotero,
u otro instrumento o lengua, ni el más claro pocero
cuyo canto valiese -comparado- un dinero.
Por más que ponderase todas estas bondades,
no os cuento sino el diezmo de aquellas realidades.
De nobleza, tenía tantas diversidades
que no las contarían ni priores ni abades.
El prado que menciono tenía otra bondad:
ni el frío ni el calor le restaban beldad;
siempre lucía el verde toda su integridad.
o dañó su verdura ninguna tempestad.
Una vez que ya estuve en la tierra acostado,
de toda mi fatiga me sentí despojado.