El suave murmullo del agua cayendo sobre las ya mojadas baldosas que cubren el suelo del porche es lo único que quebranta el extremo silencio de mi habitación. La oscuridad es absoluta y las sombras envuelven mi cuerpo, recostado encima de la cama. Mis ojos tratan de adivinar las fugaces formas de las vigas del techo mientras dentro de mi cabeza salto incesantemente de un tema a otro de manera, al menos eso creo, aleatoria. La difusa linea que separa lo ficticio de lo real, el sueño de lo que no lo es, aún más desdibujada en la penumbra, hace casi tangibles las ideas, confundiéndome e incitándome a permanecer estático, con la mirada clavada en el techo y el murmullo del agua como la única cosa capaz de quebrar el silencio.
Es lunes y la idea de ir al instituto me obliga a levantarme. Aún no hay luz en el cielo cuando abandono el calor del hogar y me sumerjo en la fría y húmeda mañana de invierno. La lluvia sigue cayendo, iluminada algunas veces por las farolas que se inclinan sobre la carretera, dando la impresión de ser los focos que iluminan un mágico espectáculo de baile, donde infinidad de puntitos de plata y luz danzan en su camino en busca del suelo.
Subo por un callejón y al acompasado ritmo de mi respiración se suma el chapoteo de mis pies en los charcos que cubren el suelo. Salgo a una calle más grande y la sigo hasta situarme bajo un techo de chapa. Me quedo quieto, esperando. Junto percusivo sonido de la lluvia se escucha también el roce de las hojas bamboleadas por el viento. El sonido de motor y el haz de luz comienza a asomar por la primera curva anuncian la llegada de una enorme mole de metal que para frente a mi y me permite entrar. Una puerta se cierra a mi paso y tan rápido como llegó, el autobús abandona el lugar, dejando tras de si el mismo silencio y la misma calma que había antes de su paso...