III

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No pude percatarme cuando salimos de aquella húmeda sombra hacia un asfalto reluciente y espacioso. A ambos lados, altos edificios que parecían recién construidos comenzaban a emerger. El nuevo espacio tenía una impecabilidad surreal; las luminarias, los pasos peatonales… todo artefacto urbanístico parecía haber sido insertado la noche anterior. “Boulevard du 30 Juin”, se escuchó y a continuación desfiló una procesión de nombres, ex nombres, re nombres… heroicidades, aforismos, adulterios, mentiras, verdades, crímenes de lesa humanidad…  “Hermoso, mon ami, hermoso”. 

Cinco kilómetros de eternidad. Interesantemente,  a pesar de la amplitud y del poco tráfico, el auto persistía en su misterioso vaivén. Tuve la sospecha de que su capitán presionaba el acelerador y los frenos al ritmo de la música. ¡Oh sí, había música! Pero en el aire no había ni rastro de las koras. 

El mundo de mi eminente guía oscilaba al ritmo de los psicotrópicos acordes de una guitarra disco; que a su vez seguían  el pulso vital de una estridente campana. En primer plano, se escuchaban los delirios furiosos de un saxo soprano o un clarinete, ¡vaya usted a saber! Eso sí, si había algo gloriosamente africano en la composición era aquella pegajosa voz a la que todo hacía reverencia… realmente no cantaba, discursaba con tosquedad francesa y dialectal, echaba algunas carcajadas (luego descubrí que eran dos voces ¡dialogando!). Al fondo, un plural y colorido coro masculino se repetía una y otra vez al infinito.  ¿Quién podría saber cuál era la felicidad intraducible que movía a aquellas voces? En algún momento quizá lo supe: repentinamente sonó una carcajada tan sincera que no pude hacer menos que devolverla. Mi amigo volvió automáticamente la cabeza “Uhhh, mon ami… ya lo siente, ya lo siente…” Pensé que el cosmos ya no podría ser más cinematográfico. No me había percatado, pero llevaba varios minutos sintiendo como aquel ritmo envolvía  todo lo que había detrás de la ventanilla. Los transeúntes, los árboles, los autos, los mercadillos… incluso lo que se simulaba occidental estaba impregnado de la melodía anárquica, abierta, espontánea, feliz. 

Al llegar al hotel y bajar del auto, percibí por primera vez un ligero golpe de calor. Me pareció extraño no notarlo hasta ese momento. Mi chofer prometió recogerme más tarde para que disfrutara de las nocturnas delicias de la ciudad, pero yo decliné excusándome en el cansancio. Con aquel optimismo imponente me aseguró una cita forzosa para el día siguiente, de tal manera que no supe que decir, excepto: “Adieu”. Una vez agradecidos los servicios, transcurridos los protocolos e ingresado a mi habitación, exhalé. 

Sudaba a mares, sin actividad, ni sol. Me despojé de mis occidentales prendas y me dirigí al balcón para encontrarme con alguna discreta brisa. Una vez allí, mientras observaba los monótonos fluidos del tráfico, pensé en todo souvenir que había visto, tanto en el aeropuerto como en los mercadillos. Pensé en las enormes grúas que había percibido en La Gombe, y otra vez, en las figuras del estadio. Pensé, que toda ciudad era eso: una declaración de guerra, o más bien, una especie de frente de esa guerra; una zona de choque y muerte donde un impulso nuestro, brutal, geometrizante, cosificador, doblegaba la vitalidad caótica de la naturaleza. Una voracidad insaciable que terminaría reclamando cada espacio virgen, cada margen de libertad… La selva se asfixiaba bajo el asfalto.   

Entonces, el río me vio. 

Sombras sobre el UbanguiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora