Capítulo 6: Recuerdos de cristal

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En nuestra memoria existen recuerdos de los que desearíamos no acordarnos, que nos duelen, que nos marchitan por dentro, aquellos que se quedaron marcados como cicatrices.

En nuestra memoria existen recuerdos de los que desearíamos no acordarnos, que nos duelen, que nos marchitan por dentro, aquellos que se quedaron marcados como cicatrices

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En nuestra memoria se crean millones de recuerdos, sensaciones y pensamientos de los que nos acordamos solo de unos pocos. En ella, existe un pequeño espacio para los recuerdos que fueron marcando nuestra vida, tanto buenos como malos. Esa pequeña caja que nos gusta abrir de vez en cuando. No obstante, existen recuerdos en ella de los que desearíamos no acordarnos, que nos duelen, que nos marchitan por dentro, aquellos que se quedaron marcados como cicatrices.

Recuerdos que solo enseñamos a las personas más importantes en nuestra vida, las que fueron capaces de soportar tormentas enteras para estar con nosotros. Aquellas que aguantaron hasta el final, en los buenos y en los malos momentos.

El detective tenía uno de esos recuerdos, una tarde jugando en el parque que había al lado de la casa de sus abuelos. Él era pequeño, jugaba en los columpios con sus hermanos, reían, gritaban, se divertían. Recordaba la brisa del viento chocando con ellos, helando su nariz hasta convertirla en una manchita roja. El cabello de su hermana pequeña ondeando en el viento mientras se balanceaba en el columpio. La respiración agitada por el esfuerzo, las manos frías agarrando las cadenas y los pies en alto para tocar el cielo.

Recordó cómo su hermana saltó del columpio diciendo que podía volar, levantando los brazos como si desplegara unas alas imaginarias y cayendo a la arena con su estrepitosa risa. Él reía desde el columpio, no quería bajarse, quería seguir volando. Su sueño era ser piloto.

El sonido de la risa se la llevó el viento y una sombra se acercó al pequeño detective. Lo siguiente que recuerda fue el sonido de las pisadas alejándose, los gritos de su madre y el dolor que sintió cuando supo que jamás sería piloto.

Ahora aquella mujer de cabello castaño había entrado en aquel lugar tan sagrado. Conocía el lugar donde se encontraban sus recuerdos más dolorosos, aquellos que le provocaban un pinchazo en el corazón. Con una mirada ella había sabido quién era él. En algún momento le preguntaría, quería saber cómo lo había sabido. Al fin y al cabo, él llevaba el apellido de su madre y tampoco le había dicho su nombre completo.

El detective miraba a Katherina, su mirada fría como el hielo, sus pupilas dilatadas y su rostro serio. Aunque intentaba calmar su respiración, la experiencia le decía que estaba nerviosa y que le tenía miedo. Al fin y al cabo, no se conocían, pero sus ojos no dejaban de gritarle que era un asesino. Estaba claro, la forma que le miraba y cómo miraba a los demás, como sus ojos viajaban de esquina a esquina buscando una vía de escape. Tan solo porque en una hoja de papel ponía su nombre.

No pudo evitar enfadarse, la gente nunca escuchaba después de sacar conclusiones precipitadas. Y ahora, con él casi fuera de sí y Katherina a punto de gritar al mundo quién era él... las cosas no eran sencillas. Tenía muy claro que, si Katherina daba la voz de alarma, la habitación se sumiría en un caos profundo y perderían cualquier oportunidad de escapar. Se movió despacio a su lado y antes siquiera de que se diera cuenta, la tomó por el brazo y tapó su sollozo con la mano. En acto reflejo ella agarró la mano del detective, la que le impedía gritar de espanto. Sus dedos clavándose en la piel, dejándole marcas rojas que pronto se volverían granates.

El Caso MünchbergDonde viven las historias. Descúbrelo ahora