CAPÍTULO UNO

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 —La causa que crea el origen.


Tal vez si cierro los ojos pueda recordar donde inicio todo, lo cierto es que, una vez cerrados solo me lleva a esa noche tan oscura, con todas las luces de la casa apagadas y solo una leve luz cálida proveniente de la cocina hasta el comedor, iluminaba el lado izquierdo de su rostro. Y justo ahí, entre la penumbra estaba yo. No recuerdo el acto, yo solo estaba ahí de rodillas, intentando comprender lo que había sucedido. Para lo que ya era demasiado tarde. Todas las luces del vecindario se habían encendido, quedando todas como testigo de la noche en la que el mejor de los hombres desde entonces, había de verse sin ningún otro destino.

          Pero no puedo seguir con esto. No se lo que estoy diciendo; porque voy borracha ahora tal vez, pero eso solo hace que ya no pueda parar.


Cuando mi mente se nubla solo cierro los ojos y sigo los trazos de aquella habitación tan grande y vacía. Aun siento la humedad en las cobijas que solía abrazar cuando nadie llamaba a la puerta. Y recuerdo el extraño sonido del fuerte viento que intentaba colarse por pequeños orificios de la ventana; era tan suave a la vez que ruidoso y bastante molesto. Me asusté tanto la primera vez que lo oí porque no entendía cómo se producía tan peculiar sonido; como si de caerse el cielo se tratara. 

          Cada día, mis manos solo se deslizaban por el blanco algodón de la cama, mientras percibía el ligero olor cítrico que desprendían los árboles cada mañana cuando de abrirse era aquella diminuta ventana. Y los rayos luminosos de un cálido sol eran los encargados de despertarme cuando yo solo quería dormir un poco más, quedarme ahí para siempre quizá, cuando decía que solo serían cinco minutos más. Pero de igual forma, un molesto golpe en mi puerta me hacía despertar. 

          Lo recuerdo todo aun tan bien, porque eso es lo que he vivido gran parte de mi vida, justo como ahora. Solo que entonces, no tenía la noción del por qué o Cómo había llegado hasta ahí. Por lo que, en gran parte del tiempo pienso que mi vida siempre ha girado en torno a eso; a ese repentino y constante cambio de claro a oscuro y del dolor a pequeños instantes de felicidad.

          Hoy no sé qué es exactamente lo que siento. Porque quiero salir a correr sin importar la distancia o hasta donde llegue. Lo único que quiero es que, mis piernas me pidan que pare y no hacerlo, demostrarles que todavía pueden un poquito más. En cambio, mi cuerpo se queda inmóvil, y no sé dónde o como deba colocar mis brazos y piernas para poder sentirme un poco más cómoda. Entonces, quiero acostarme y dormir hasta saciarme de sueños no paradójicos tan solo por una noche, que no pido más. Pero mis ojos solo se limitan a parpadear, pensando en las palabras que jamás llegue a pronunciar, con los ríos de la nostalgia dejando secos caminos sobre mi rostro. Secos, porque el agua ya se había escaseado y aun así no dejaba de llorar.


Pero si lo que quieres saber es que me trajo hasta aquí o como llegamos por fin a este día. El origen debe ser cuando llegue por primera vez a esta casa, pero no quiere decir que esa sea la causa. He pensado tantas veces cual seria, pero es que todavía no logro comprender el por qué.

          Y no sé sí algún día lo haré.

          Desde que mi padre y yo nos mudamos a la hacienda de su madre, la abuela Alba. Fueron pocos los días en los que salía a caminar alrededor de ella, para solo así poder salir de mi vieja habitación. Hoy me doy cuenta de que nunca me sentí parte de esa casa, y solo caminar era mi única destreza en aquella sequía, que con frecuencia se disfrazaba de un bello pastizal. 

          Fue cerca del final del verano, cuando los prados estaban demasiado largos que, apenas y podía caminar por algunas zonas de los extensos jardines que decoraban el lugar. Que vi al fondo a unos hombres llegando con sus herramientas y máquinas para podar el extenso verde horizontal. Lucían un poco presurosos de que la abuela llegara al día siguiente, quien no soportaba ver sus jardines abandonados.

          Y también había llegado una camioneta con polvo por todas y cada una de sus partes que, no dejaba de dar vueltas alrededor de todo el predio de la familia. Era un hombre alto de larga barba, un poco descuidado al decir verdad. Que parecía estar perdido, y tan pronto él se acercó hasta mi, —para preguntarme sobre cómo llegar a la casa que se escondía entre los árboles— no tardamos mucho intercambiando las suficientes palabras como para saber que se llamaba Sebastián y que era un muy buen amigo de la familia. 

         Nunca lo había visto en mi vida, y a pesar de eso, él parecía de aquellas personas que, desde la primera palabra, llegas a sentir como si la conocieras de toda la vida. O al menos esa fue mi primera impresión.

          Luego llego la noche en la que la abuela regreso a casa, después de varias semanas fuera de la ciudad. Lo primero que hizo fue ir a mi cuarto para poder estar conmigo «hasta que el sol deje de existir» decía ella. No pude darme cuenta antes, pero desde que yo era pequeña mi abuela siempre había estado conmigo. No recuerdo una etapa en la que no la pasáramos juntas y aquella noche no iba a ser la excepción, no paraba de contar las infinitas experiencias que vivió estando lejos por casi ocho meses. Yo le perdí el hilo después de unos minutos. Me dio pena no poder disfrutar de aquella charla. Solíamos tener bastantes, mas ninguna igual de larga. Pero, por más que intentara concentrarme en su suave y delicada voz, no podía sacar de mi mente la escena con aquel hombre, Sebastián.

          El formo parte de mi primera interacción más amplia con el mundo real. Que no fueran los halagos de mi abuela o los famosos consejos de un padre. Un simple intercambio de nombres y yo me creía enamorada de él.

          Debía ser por el hecho de que yo no solía hablar con muchas personas en ese lugar. No me gustaba hablar con ellas, porque no las sentía sinceras. Y bueno, tampoco pude dejar de pensar en lo que siempre he escuchado de aquellas mismas personas «Que nuestra peor condena es amar a quienes no nos aman». Me parecía gracioso la seriedad de sus rostros y la intensidad con la que lo decían, así y todo, no les daba ni quitaba la razón. Sabiendo que toda mi vida me he enamorado de alguien que no lleva mi propio nombre.

          Pero eso ya hace mucho tiempo que no me atrevía a decirlo en voz alta. De haberlo hecho, hubiera tenido otra palabrería de percepción y autoconcepto. Todo eso ¿Y para qué? Para convencerme de que realmente me quiero, de que me acepto tal y como soy. Y al darme cuenta de todo lo que me estoy diciendo, de todas las mentiras, es justo cuando más vacía me siento.

          Era en esos momentos en los que más temía de que al abrirse la puerta, alguien me vea llorar. Porque eso es lo que yo decidí; querer a alguien más y olvidarme del cómo me llamo.

          Pero, siempre fue mi abuela la que abría la puerta y sin preguntar por qué, ella solo extendía sus alas para poderme abrazar. Era la única con la que podía hablar, cuando de mi padre no volvía a saber más, cada vez que lo veía marchar. 

          Y era en cada par de meses en los que quizá llegaba a verlo uno o dos días, aun así, con o sin mi padre todo seguía igual. Como si nunca hubiera pisado esa casa. Solo lo miraba hablar en la puerta con aquel señor, cuyo rostro era un misterio, mientras yo me escondía en la barandilla de la escalera, muerta de miedo y nada más. 

          Mi relación con él, no era lo suficiente buena como para perdonarle que me haya dejado en ese lugar. Nunca lo fue.

          Y a diferencia de él, mamá jamás volvió.

          Por lo que, de alguna manera, me veía obligada a llevar todo por la paz. No me refiero a que mi padre me «obligara» hacerlo, sino que ya estaba cansada de discutir y harta de la misma rutina; yo me quedo mientras que él se va.

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⏰ Última actualización: Apr 07, 2022 ⏰

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