Amanda

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Era una magnífica tarde de verano. Aquellos días las chicas de su edad salían a pasear, a la playa o a algún bar. Otras, en cambio, se quedaban en casa preparándose para salir de noche.

Así pasaban las tardes las adolescentes de Jersey. Salían con sus amigas o con sus novios, tomaban algo, a veces usaban carnets falsos para beber alcohol… Se creaba un mundo aparte, ignorante de todos los problemas.

Aquella tarde todo parecía más vivo, más especial. Menos para Amanda.

Amanda llevaba dos semanas encerrada en su habitación. Aquello le recordaba al libro “La metamorfosis” de Franz Kafka, donde el protagonista, Gregor, se convertía en un enorme insecto. Al menos su habitación tenía un baño propio y, a veces, se pasaba tardes enteras en la bañera. La principal diferencia era que Gregor sabía por qué estaba encerrado, pero ella no.

Era una chica de dieciséis años totalmente normal. Tenía una melena rojiza y la cara pecosa. Había aprobado todas las asignaturas e incluso había sacado un diez en lengua inglesa. No comprendía por qué la retenían en su habitación, prácticamente incomunicada.

Al igual que a Gregor, a Amanda le daban la comida en una bandeja. Amanda fingía que dormía. Al principio le entregaban la bandeja por la noche, pero entonces la comida se estropeaba y se negaba a comerla.

Un día, su madre le había pasado una nota que decía “Te queremos, Amanda.” y hubo una segunda con un “Lo hacemos por tu bien.” Se preguntaba por qué no se lo decía ella misma. Quizás tenía miedo de entrar, pero podía hablar tras la puerta.

Aquella tarde, Amanda estaba tumbada en la cama ojeando una revista que le había pasado su madre hacía unos días. Aunque ya la había leído; no se le ocurría otro entretenimiento. Le gustaría mucho más hablar con sus amigas, pero le habían quitado el móvil. En la portada aparecía la fecha de publicación: 14/6/13. Era del mes pasado.

De repente escuchó unos pasos firmes que se acercaban a su habitación. Justo en aquel momento estaba pasando una página. La soltó y se quedó inmóvil y en completo silencio. Tenía la esperanza de que fuese su madre que abriría la puerta y le diría que podía irse ya. Los pasos cesaron en seco. Ahora estaba tras la puerta, escuchando, pero no tenía nada que escuchar.

Amanda se quedó en silencio varios minutos más. No podía soportar aquello. Si era su madre, ¿por qué se quedaba callada tras la puerta? ¿A qué esperaba?

-¿Eres tú, mamá? –preguntó armándose de valor.

No obtuvo respuesta alguna. Entonces recordó que en el libro, la madre dudaba en varias ocasiones sobre si el enorme insecto era realmente su hijo. Quizás a su madre le ocurría lo mismo. La chica se levantó y caminó hasta la puerta.

 -Mamá, soy yo, Amanda –aseguró. “¡Qué tontería! Si fuese una impostora, habría dicho lo mismo.”

 -Créeme… Nací el cuatro de junio, he sacado un diez en lengua. Se me da muy bien, pero las matemáticas no. Mi animal favorito es la cebra, tengo una mancha de nacimiento justo bajo la rodilla izquierda y a los siete años tuve varicela –enumeró apresuradamente datos al azar de su vida, pero quien estaba tras la puerta no reaccionó-. Mamá, lo siento si he hecho algo malo, pero, por favor, dime algo.

Los pasos se alejaron tal y como se habían acercado. Amanda aporreó la puerta furiosa.

 -¡Mamá, mamá! –chilló.

Se dejó caer sobre el suelo y se acurrucó llorando junto a la puerta. A su derecha estaba la bandeja con los platos vacíos, un yogur y un bocadillo para merendar. Amanda volcó la bandeja y comenzó a darle con el pie hasta que la hubo alejado lo suficiente. Los platos y el vaso se rompieron en afilados fragmentos.

Al cabo de un tiempo se levantó y se dejó caer en la cama. Varios mechones se le habían pegado al rostro por las lágrimas.

La revista seguía en la esquina, abierta. Amanda vio las fotografías de varios famosos sonrientes que habían acudido a un acto benéfico. Inexplicablemente, la rabia se apoderó de ella. La lanzó al suelo.

Ellos tenían su vida, perfecta y feliz, mientras ella estaba encerrada en su habitación como si fuese un… como si fuese un… monstruo. Hundió el rostro en el almohadón y, lentamente, se quedó dormida.

Las campanas despertaron a Amanda horas después. La chica levantó la cabeza. La sentía pesada, como si la hubiesen sustituido por una roca enorme. Se sentó en la cama, las piernas no le alcanzaban al suelo, por apenas cinco centímetros. Cuando era pequeña le había encantado ese detalle. Entonces tenía que subir por unas escalerillas.

Se miró las temblorosas manos. Estaban llenas de cortes y manchadas de sangre. Sintió arcadas. No podía controlar el pulso. Amanda bajó de la cama. Estaba atardeciendo. Miró su reloj de pulsera, eran las nueve.

Luego, la joven miró la puerta y, al hacerlo, ahogó un grito. Estaba horadada y llena de arañazos, como si un perro hubiese intentado abrirla.

Amanda se acercó. Lo primero que vio, fue la revista. Estaba totalmente destrozada. Las páginas estaban hechas añicos. Entonces hizo algo que hasta a ella le sorprendió.

Sonrió.

Todos aquellos famosos felices estaban hechos trizas. Continuó caminando y llegó hasta los cristales. Se agachó para recogerlos. Algunos de ellos estaban manchados de sangre. A Amanda no le costó trabajo conectar sus cortes con aquello.

Por último, alzó con miedo la vista y miró la puerta. Caminó de rodillas hasta ella y puso las manos sobre los cortes. Estaba temblando y las lágrimas comenzaron a deslizarse de nuevo por sus mejillas. Luego, apoyó pesadamente la cabeza…

…más bien esta cedió por su propio peso, como si buscase a ciegas su lugar.

Héroes y MonstruosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora