1. BALEY
1
Elijah Baley se encontró a la sombra del árbol y murmuró para sí: «Lo sabía. Estoy
sudando.»
Hizo un alto, se enderezó, se enjugó la frente con el dorso de la mano, y luego miró
hoscamente el sudor que la cubría.
-Odio sudar -dijo en voz alta, como si enunciara una ley cósmica. Y una vez más se
sintió irritado con el Universo por hacer que algo esencial fuese tan desagradable.
En la Ciudad nadie transpiraba jamás (a menos que lo deseara, por supuesto), ya que
la temperatura y la humedad estaban totalmente controladas, y nunca era necesario que
el cuerpo produjese más calor del que eliminaba.
Eso era la civilización.
Miró hacia el campo, donde unos cuantos hombres y mujeres estaban, más o menos, a
su cargo. En su mayoría eran jóvenes, pero también había algunas personas de mediana
edad, como él mismo. Araban la tierra con manifiesta torpeza, y desempeñaban toda una
serie de labores que los robots estaban preparados para hacer... y harían con mucha más
eficiencia si no les hubiesen ordenado que permanecieran al margen y esperasen
mientras los seres humanos se ejercitaban obstinadamente.
Algunas nubes surcaban el cielo y en aquel momento el sol se ocultó tras una de ellas.
Baley alzó la mirada con incertidumbre. Por una parte, eso significaba que el calor directo
del sol (y el sudor) disminuirían. Por otra, ¿sería una señal de que iba a llover?
Eso era lo malo del Exterior. Había que enfrentarse contínuamente a alternativas
desagradables.
Baley siempre se extrañaba de que una nube relativamente pequeña pudiese cubrir el
sol en su totalidad, oscureciendo la Tierra de un horizonte a otro, aunque la mayor parte
del cielo estuviese despejado.
Permaneció bajo el frondoso dosel del árbol (una especie de pared y techo primitivos
que en aquellas circunstancias resultaban muy consoladores), y miró de nuevo hacia el
grupo, examinándolo. Iban allí una vez por semana, hiciese el tiempo que hiciera.
Habían iniciado el experimento con un puñado de intrépidos colaboradores, pero su
número se acrecentaba día a día. El gobierno de la Ciudad, si bien no respaldaba
abiertamente el proyecto, se mostraba lo bastante benévolo como para no poner
obstáculos.
Recortándose sobre el horizonte que se extendía a su derecha -hacia el este, a juzgar
por la posición del sol vespertino-, Baley vio las numerosas cúpulas de la Ciudad, que
encerraban todo aquello por lo que valía la pena vivir. También divisó un punto que se
movía, pero estaba demasiado lejos para distinguirlo con claridad.
Por su modo de moverse, y por detalles demasiado sutiles como para describirlos,