Capítulo 10

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Kleyer

Capítulo 10

*En este capítulo se incluyen escenas que pueden herir la sensibilidad de algún lector*

Me presento puntual en la puerta de la Iglesia, el reloj del Ayuntamiento marcaba las diez menos cuarto cuando he pasado por delante de él. Anoche me hice con unos pantalones, una camisa blanca y un abrigo que robé de la soga de una casa de la otra punta de la ciudad. A pesar de que no se ve a nadie por la calle estos días, no quiero que el dueño me pille pavoneándome por ahí con sus prendas.

No sé por qué, apenas he podido dormir esta noche. Me digo a mí mismo que es porque por fin ella me va a dejar entrar a la biblioteca. Por fin tendré acceso a ese conocimiento que me puede guiar hacia La iluminación. Sin embargo, algo en mi interior me dice que no es ese el motivo por el cual apenas he pegado ojo, que hay otra cosa, algo nuevo que no sé identificar. Pero... ¿el qué?

A las diez en punto, Aura baja las escaleras erguida, acompañada de una señora anciana, encorvada y medio ciega, que apoya todo el peso de su cuerpo en una rama de nogal que hace de bastón. Aura parece nerviosa por el encuentro. A la mujer, sin embargo, se la ve recelosa.

Me observa con unos ojos antiguos y apagados durante los cinco largos minutos que tardan en descender los escalones uno a uno, la anciana bamboleándose entre el brazo de Aura y el cayado. Trago saliva y sonrío, mostrando una pose relajada. Cuando llegan hasta mí, la mujer me pellizca el brazo, como si no se creyese que soy de carne y hueso. Ahogo un quejido cuando me aprieta la carne con sus enjutos y artríticos dedos.

—Te falta una mano —comenta, repasándome de arriba abajo.

Miro a Aura. Me dijo que le mintió a la guarda, con lo que supongo que no les habló de lo más característico de mí, el muñón. Ella asiente, comprensiva.

—Así es, señora.

—Llámame Madre —escupe—. Soy la Madre Superiora de la Iglesia de huesos, muchacho, muestráme un poco más de respeto.

A su espalda, veo a Aura poner los ojos en blanco y reprimo una sonrisa.

—Discúlpeme, Madre —murmuro, inclinándome ligeramente ante ella.

—No te inclines, no soy de la realeza.

—Discúlp-

—¡Y no te disculpes más!

Sello los labios simulando el gesto de una cremallera cerrándose con la mano sana. La mujer procede entonces a girar en torno a mí, escrutándome con mirada acusatoria. Giro a la vez que ella, con lentitud, no tengo nada que ocultar.

—¿Y dices que este chico es carnicero? —le pregunta a Aura cuando termina de dar una vuelta a mi alrededor.

—Sí, Madre, por eso le he pedido que me acompañe. Sabrá elegir a los animales más sanos y fuertes.

La Madre vuelve a repasarme de arriba abajo.

—No parece un carnicero —se acerca a mí y pasa una mano por la tela de la camisa. A la luz del día, parece nueva. El color blanco del tejido destella bajo el sol de la mañana—. Esta ropa no es de carnicero.

Tierra de huesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora