Quinto compás

1.2K 209 122
                                    

Quinto compás: 29 de febrero de 1985

El día que mis padres se marcharon para acompañar a mi abuela a la estación, extendí las fotografías y postales en el suelo de mi habitación, como las piezas de un puzle. Tenían textos detrás, con la letra de mi padre y la de un hombre llamado Vicenç. Las respuestas las habían mandado en fechas similares, lo que significaba que mi madre se escribía con dos hombres al mismo tiempo.

La letra de mi padre era temblorosa, en intento de caligrafía antigua y elegante. Más de una vez, cuando tenía que apuntar algo mientras hablaba por teléfono lo veía vacilar, solía cometer faltas de ortografía, dudando entre uves o bes, algo que me hacía sentir un poco por encima de él. Mi padre nunca me contó nada sobre él o su infancia, todo lo que sabía era por mi abuela. Según me había contado, mi padre solía hacer novillos. Más de una vez se escapaba al campo a poner trampas para conejos. Nunca le gustó ir a clase, todavía era un niño cuando empezó a trabajar. Abandonó totalmente los estudios con tan solo diez años.

En cambio la letra de Vicenç era más sencilla pero segura, y escribía con tanta fuerza que los reversos tenían cierto relieve. Los repasé con la yema de los dedos, como si con el tacto pudiera leer cosas que no podía encontrar en las palabras.

Mi padre escribía de una forma que nunca le había visto. Me llamó la atención la postal en la que recordaba a su padre. Le contaba a mi madre que el único recuerdo que tenía de él era el día en que se echaron una siesta juntos y su padre se había quedado dormido con el cigarrillo en la boca, prendiéndose fuego el colchón. Veía a su padre en el humo y en las llamas. Se salvaron por mi padre, porque si hubiese sido por mi abuelo, inconsciente de la borrachera, habrían muerto los dos. Poco después los abandonó y mi padre nunca volvió a dormir bien. Decía que se despertaba, alerta, buscando el peligro. En esa caligrafía temblorosa y el recuerdo de las llamas veía a un hombre vulnerable que solo quería amar y que lo amaran, que lo protegieran, que le devolvieran una infancia robada. Le escribía a mi madre diciéndole que no paraba de rebobinar el día en que se conocieron, como en el Día de la Marmota. En cuanto terminara la mili, se mudaría a Barcelona, resolviendo aquel ciclo interminable.

Mis padres nunca me contaron cómo se conocieron y yo ya era demasiado mayor para preguntar por el inicio de algo tan corto y a la vez tan largo.

Vincenç, en cambio, estaba estudiando en Francia. Era inteligente, divertido y no paraba de contar curiosidades del mundo, maravillado por la vida. Me recordaba un poco a Gerard. También le dejaba fragmentos de libros al final de cada texto, con la letra apretujada o en los bordes. Algunas de sus postales eran de álbumes de música o cuadros famosos, El beso de Gustav Klimt, La noche estrellada de Van Gogh o El caminante sobre el mar de nubes de Caspar David Friedrich eran algunos de ellos. Y de no ser un recuerdo secreto de mi madre, las habría colgado en mi corcho. Hablaba con cierta inocencia e ingenuidad a pesar de sus amplios conocimientos.

Fui trazando una línea cronológica. Mientras mi padre le decía te quiero, Vicenç le escribía je t'aime. Mientras uno le prometía que vivirían juntos y formarían una familia, el otro le decía que le enseñaría París y el mundo entero. Mientras uno provenía de una familia acomodada, el otro había trabajado desde pequeño. Mientras uno le hablaba de literatura, arte, filosofía y música, el otro hablaba de desfiles militares, de armas, de frío, de cansancio, de bromas y de excéntricos compañeros. Dos mundos opuestos con los sentimientos depositados en las mismas manos, las de mi madre. Unas respuestas que intentaba completar en mi cabeza, como si yo fuese la verdadera receptora de tanta atención.

La última carta de mi padre era una en la que decía que apenas le quedaban unos días para terminar y que después de eso iría a Barcelona en busca de trabajo. Que la esperaría en el mismo restaurante en el que habían comido por primera vez.

Las postales de Vicenç continuaron, pero empezaron a cambiar de tono y ya no le escribía tan a menudo. Aunque quizá era mi madre la que se demoraba en responder, no lo sabía. Al principio, Vicenç le hablaba de que él también había conocido a alguien. Los je t'aime pasaron a ser affectueusement. Y al final una frase que condenaba su relación. "Cásate con él, no me amenaces más. Nuestros caminos se separan". En el borde había otra cita, "Amor y deseo son dos cosas diferentes; que no todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama". Don Quijote.

Me quedé con la postal en la mano, mirando a la nada, pensando que tal vez mi madre se había casado con alguien a quien no quería con la esperanza de ser salvada por su verdadero amor. O esas eran las fantasías que yo me había montado. La historia no terminaba ahí.

Luego transcurrieron dos años más hasta la siguiente carta en la que Vicenç se disculpaba por la forma en la que habían acabado las cosas, que lo sentía de verdad y que le había cegado un amor pasajero, que quería volver a hablar con ella. Mi madre debió de responderle, porque en la última postal, restaurada pobremente con trozos de celo, Vicenç le decía que la esperaba en el Parc de la Ciutadella, que no le importaba que tuviera una hija, al contrario, que estaría encantado de conocerme. Que me querría tanto como a ella. Que me cuidaría como a una hija.

29 de febrero de 1985

Todo terminaba ahí, sin más. Un final abierto. Una cruel ironía, porque ese día no existía. Vinceç se había equivocado con la fecha, debía ser 1 de marzo.

A mi mente acudían muchos escenarios: mi madre conmigo en brazos en el parque, reencontrándose con su verdadero amor, huyendo juntos en un taxi. Mi padre descubriendo la carta, destrozándola, gritándole y encerrándola. O escondiéndola hasta que mi madre la descubriera cuando ya no hubiera vuelta atrás. A mi madre yendo al lugar de la cita, esperando hasta que las luces de las farolas se encendieran y tomara un autobús de vuelta porque Vicenç no había aparecido. O mi padre descubriendo la carta antes que mi madre, encontrándose con Vicenç, amenazándole, destrozándole la cara con las mismas manos que había escrito te quiero decenas de veces con esa letra trémula, tan llena de miedo.

Me obsesioné un poco con la imagen de Vicenç y cómo habría sido mi vida si él hubiera sido mi padre. Si me habría leído libros, enseñado francés o habría elogiado mi forma de tocar el piano, si de verdad habría querido a mi madre y a mí. ¿Dónde estaría? ¿Seguiría en Francia? ¿Tendría una familia? ¿Qué había pasado?

Quise preguntarle a mi madre, pero no lo hice. No sabía si sentir pena o rencor hacia ella y sus mentiras. Siempre había pensado que mi padre era el que no la quería, encastrado en una relación porque se había quedado embarazada. Y fue ella la que se equivocó en su matrimonio e intentaba enmendarlo de todas las formas posibles. O ya solo sobrevivía a él, víctima de un amor que se había transformado en odio.

***

Nota de la autora:

¡Hola! 

Espero que os haya gustado el capítulo. Ayer noté que votó mucha gente, pero nadie comentó. Estoy un poco preocupada con la poca interacción que está teniendo la novela y me gustaría  conocer mucho vuestra opinión. Así que si no se os ocurre nada que decir, os dejo por aquí unas preguntas:

-¿Os esperabáis la historia de los padres de Lina? ¿Os ha parecido interesante conocer un poco más de su pasado? 

-¿Qué creéis que pasó al final? ¿Olga fue a ver a Vicenç? ¿Cuál es vuestra teoría? 

-¿Creéis que Olga se equivocó en su relación?

-¿Creéis que en César queda algo de amor hacia Olga o todo es odio? 

Muchas gracias.

Al otro lado del silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora