El Encuentro

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La llanura del oriente venezolano está habitada por numerosas comunidades rurales, donde el trabajo y la aburrida y solitaria vida del campo es lo único que se conoce.

La familia Valdez es una de las más conocidas y antiguas que habitan en esas tierras. Es numerosa, como la mayoría, y posee una de las haciendas más grandes, con tierras tan extensas que se podrían recorrer en un día entero a caballo.

Cada Valdez, del más pequeño al más grande, tiene sus propias ocupaciones, no hay nadie que escape del trabajo (a excepción de Edelberto, un anciano inmóvil y atontado que ha pasado su vida en silla de ruedas).

Los días en la hacienda son muy parecidos, tanto que a veces es difícil saber si ha pasado una semana o un mes. La jornada siempre es la misma: en los corrales, a primera hora, los peones se encargan de ordeñar las vacas; los sembradíos y los animales deben ser atendidos, don Miguel y sus hombres se encargan de eso; los niños alimentan las gallinas y recolectan sus huevos, los hermanos Valdez Lorenzo se encargan de la quesera, Maira junto a las muchachas trabajan en la cocina, la joven Rosilda atiende y alimenta a los más pequeños así como al pobre viejo Edelberto, etc. Todos viven de la rutina y casi nunca suceden acontecimientos importantes, más que alguna esporádica pelea en la fiesta nocturna de un rancho, o algún accidente trágico.

Así es como se vive en el llano y es como se ha vivido, según lo recuerdan los más ancianos, desde hace muchas décadas. No hay mucha diferencia pues, de cómo eran las cosas hace medio siglo. Sin embargo, hay un hecho, muy extraño y si se quiere escalofriante, ocurrido por aquel entonces en las tierras de los Valdez, que es oportuno mencionar.

Una tarde de noviembre, un poco fría y nublada, uno de los muchachos de la familia había terminado de meter el ganado en los corrales y como de costumbre se paseaba por el campo, comiendo algunas frutas mientras mantenía su mente ocupada. No había nada que lo hiciera sentir más complacido que la tranquilidad y soledad de aquellos parajes, inhabitados a kilómetros.

Era un muchacho alto y de contextura fuerte, enérgico y hábil en lo que hacía, tenía gusto por el trabajo y siempre se esmeraba en hacer las cosas lo mejor que podía. Era muy imaginativo y soñador además, por lo que aprovechaba aquellos ratos de soledad para perderse en sus cavilaciones, cosa con que combatía el tedio y el aburrimiento.

Recordaba las viejas historias que le contaban los mayores cuando era niño, relatos que daban miedo en su mayoría y que, a pesar de siempre haber sido un niño asustadizo, encontraba cierto placer en oírlos; le despertaban la imaginación. Ahora él mismo se creaba sus propias historias, ya fueran aventuras fantásticas en tierras lejanas o situaciones divertidas de lo más ocurrentes, sucesos imposibles que desafiaban la realidad o, por qué no, historias terroríficas que a él mismo lograban incomodar.

Nadie solía extrañarse de no verlo en la hacienda, sabían que en sus ratos libres se echaba a andar en solitario a cualquier lugar. Aquella caminata se había hecho larga, ya casi era de noche y el cielo se iluminaba cada tanto anunciando la lluvia que estaba por caer. Él aún se encontraba llano adentro muy lejos de los demás, pero esto no era de preocuparle pues conocía los caminos a la perfección.

Había emprendido ya el viaje de regreso cuando una luz empezó a brillar desde atrás. El joven volteó confundido intentando encontrar la fuenta de aquel resplandor, pero provenía de muy lejos y apenas se colaba por entre los árboles y el monte. De pronto, un sonido débil pero agudo se empezó a escuchar.

¿Qué estaba pasando? ¿De dónde venía todo aquello? Mientras lo meditaba, intentando mantener la calma, observó con cierto temor una bandada de aves que parecía escapar de algo. Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer. Así que el joven, sin pensarlo más, apresuró su regreso a la hacienda.

Las cosas que ocurrieron a continuación sucedieron muy rápido; sería difícil decir en qué momento el joven comprendió lo que pasaba, pero el hecho lo marcó para toda la vida.

El lugar se iluminó por completo, él no pudo más que empezar a correr, pero pronto perdió la visibilidad a causa de la cegadora luz, que se había tornado amarillenta y cada vez más intensa. A pesar de esto el joven aterrado no cesó de correr, era la única manera de escapar de aquello. Cerró los ojos intentando protegerlos de la luz y experimentó la ilusión de estar corriendo en el aire. ¡No sentía nada bajo sus pies!

El sonido agudo y chirriante, que se mezclaba con el de la lluvia, parecía venir desde arriba. La luz, que ahora era más bien violeta, se sentía igual con los ojos cerrados o abiertos y a pesar de que podía oír el torrencial que caía el joven no sentía en su cuerpo la lluvia. No sabía qué hacer, no sabía qué pensar, su corazón retumbaba como nunca. En un momento intentó gritar pero le fue imposible hacerlo, fue cuando se dio cuenta de que se estaba elevando hacia el cielo.

De todas las cosas imposibles y aterradoras que alguna vez se pudo imaginar, esa sin duda no era una de ellas. La única explicación lógica era estar soñando, pero como es bien sabido, el terror que puede llegar a experimentar un hombre en un sueño es igual o incluso peor que el de la vida real. Lo cierto es que el terror que se había apoderado de él en ese momento era más de lo que su pobre alma podía soportar. En medio de la confusión y al borde del colapso pudo divisar una puerta luminosa y corrediza que se abría. Ya no sabía qué era real y qué no, pero lo que logró ver con sus desorbitados ojos lo dejó horrorizado. Una criatura, pálida y de ojos grandes, salía de la puerta. Tras ella salieron otras dos idénticas y sin quitar la mirada del joven, con su pequeña boca morbosa entreabierta y con un moviento suave, como si se deslizasen en vez de caminar, empezaron a acercarse a él. Pero éste se asustó tanto que ya no pudo más y se desplomó.

Jamás olvidó ese día. A pesar de que ya han pasados muchos años aquellas extrañas criaturas lo siguen aterrando, sumiéndolo en una eterna pesadilla. Sin duda este fue un hecho que habría dado de qué hablar por mucho tiempo en el llano, pues nada tan extraordinario se ha visto en ningún lugar. Lamentablemente no hay nadie que pueda dar testimonio de él.

El joven fue encontrado a la mañana siguiente tirado boca abajo en un matorral. No tenía ni un rasguño y a pesar de que había llovido toda la noche no estaba mojado. Pero lo más extraño fue que al voltearlo tenía los ojos completamente abiertos; estaba despierto y consciente y aún así no reaccionaba. Desde ese día el joven Edelberto fue confinado a pasar el resto de su vida en una silla de ruedas, con la mirada fija a lo lejos, sin poder moverse ni hablar.

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