Se me ha hecho tarde, no encuentro mis zapatos, los cómodos, esos que tienen los cordones flojos y una mancha de chamoy en el lado derecho del zapato izquierdo. Lo peor de todo aquí, es que a mí ni me gusta el chamoy, y menos ese que se parece a una oruga transparente. Le grito preguntando a mi madre si los ha visto. Le juro haberlos buscado en toda la casa, hasta en su habitación, pues acostumbro quedarme dormido en cualquier rincón que tenga una superficie blanda. Ella contesta que deben estar debajo de mi cama, recalcando el desastre que habita en aquel ecosistema de pelusa, monedas y tazos de Pokémon. Cuando por fin los encuentro, salgo a toda prisa hacia el parque. Ahí están todos, todos menos D. quien según R. se quedó ayudando a sus padres a mover un par de muebles. Lo emocionante de llegar a ese mágico lugar no es el simple hecho de saber que voy a disputarme un torneo de futbol profesional, sino que lo haré con mis amigos, aquellos seres que para el mundo pueden ser uno más, pero para mí son lo más preciado que tengo después de mi gameboy, y las milanesas con puré de mi mamá, claro. Encuentro en ese sitio, un resguardo de mis emociones, de mi temeraria postura ante la fácil y amable vida que tengo. Nadie puede contra nosotros, nadie. Las bicicletas, las acomodamos en la barda, una después de otra; y las llaves y monedas que después utilizaremos para comprar lalitas de uno cincuenta, se quedarán ahí, nadie las tomará. Pasa una que otra niña, pero no les tomamos demasiada importancia, todavía no tenemos edad para codiciar esos repulsivos y sonoros seres. Los gemelos y su hermano trajeron un nuevo balón, uno que brilla con el sol, entonces morimos por armar los equipos y comenzar. El partido dura un par de horas, hoy será un gran día, comenzamos temprano y después de platicar de las revistas de videojuegos en las que encontramos la guía para terminar el templo del agua, nos sentamos sudorosos con una sensación pegostiosa en las patillas, y las manos oscurecidas por el polvo. Notamos que un auto pasa, una pareja de adultos. Qué aburridas vidas, no los veo sonreír, no los veo aquí jugando tratando de disputarse el campeonato mundial. Al contrario, pareciera que no se dan cuenta que vienen acompañados; como si la vida no se tratara de dulces, juegos y amigos. Amigos, que hermosa palabra, una palabra que merece ser guardada para siempre. Ojalá esto fuera eterno, ojalá nunca lleguemos a ser como aquella pareja de extraños en un auto. Adultos aburridos que pareciera ser que no disfrutan de la vida. ¿Tan diferente será la vida en la adultez? Algo que me tranquiliza, es que mañana, a la misma hora, iré caminando hacia la casa de uno de ellos, tocaré el timbre, pondré mi balón bajo el brazo y preguntaré a su madre: Señora, ¿puede su hijo salir a jugar?
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Se me ha hecho tarde
Short StoryEl tiempo vuela, de hecho, siempre es demasiado tarde.