XVI. El niño judío
Fue en Bourges, una villa que se halla en tierra extraña
en donde sucedió tan prodigiosa hazaña
de fuerte resonancia en Francia y Alemania,
que merece contarse. Es verdad que no engaña.
Fue escrito este milagro por un monje sincero
del claustro San Miguel, del que era personero,
y que por ese tiempo actuaba de hospedero.
Era su nombre Pedro. De eso estoy bien certero.
En la misma ciudad -porque era menester-
un clérigo atendía una escuela de leer
y cantar, para quienes deseaban aprender,
hijos de buena gente y de mayor valer.
Un niñito judío, natural del lugar,
para unirse a otros niños con el fin de jugar,
venía a aquella escuela además a estudiar,
acogido por todos también a conversar.
El domingo de Pascua, a la hora temprana
en que recibe a Cristo la población cristiana,
de comulgar sintió él también mucha gana.
Comulgó con los otros el cordero sin lana.
Mientras que se encontraba en esa coyuntura,
el muchacho judío miró arriba, y a esa altura,
encima del altar, vio la hermosa figura
de una bella señora con una creatura.
Vio que la hermosa dama que en ese sitio estaba
era la que a los grandes y chicos comulgaba,
y se sintió feliz. Cuanto más la miraba,
de su gran hermosura mucho más se prendaba.
Salióse de la Iglesia feliz, reconfortado,
y regresó a su casa como estaba habituado.
Lo amenazó su padre por haberse atrasado, por lo que merecía que fuera castigado.
"Padre -le dijo el niño-, no he de negaros nada,
pues con los cristianillos me fui de madrugada,
y con ellos oí una misa cantada,
y comulgué con ellos de la hostia sagrada".
Al oír esto, el padre, el malaventurado,
sintió como si su hijo se hubiese degollado.
De ira, no sabía qué hacer el endiablado
hasta desfigurarse como un endemoniado.
En su casa tenía este perro traidor