Octavo compás

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Octavo compás: Piano de colores

Después de un cántico propio de un funeral, salimos de la Iglesia, en rebaño, dando pasitos, con las puntas de nuestros zapatos chocando con los de delante. Marina empezaba a pesarme en los brazos, así que fui a dejarla en el carrito, pero enseguida empezó a quejarse y balbucear. Fue Gerard quien la cogió. Iba con una diadema y un vestido blanco y leotardos de perlé calado. Noté una mancha oscura en mi abrigo, un poco más abajo del hombro, de babas.

Gerard se lo tomó con un humor que me sorprendió aunque nunca estuvo de acuerdo. Él era ateo, pero a mi madre le dijo que era pagano y creía en el Valhalla. Ella, al ver que no se tomaría eso en serio, me dejó a mí el testigo y yo cedí en bautizar a Marina con tal de evitar discusiones. Pensé que sería la última concesión que le haríamos, contaba los días que me quedaban para marcharme de casa: uno. El bautizo coincidió con mi cumpleaños número dieciocho, quién sabe si mi madre lo ideó estratégicamente.

Después de la ceremonia en la Iglesia nos dirigimos al mismo restaurante en el que recordaba celebrar mi primera comunión. Era muy grande, con varios salones, mesas redondas cubiertas de manteles blancos, sillas enfundadas también en blanco y con un lazo de color ocre en el respaldo, cubiertos relucientes, jarrones enormes con flores y lámparas de araña gigantes.

Mi madre estiró un poco el mantel de nuestra mesa, la única rectangular, eliminando una pequeña arruga. Mientras la gente iba llegando, un fotógrafo nos esclavizó para seguir con el reportaje en uno de los amplios jardines. Me vi obligada a quitarme el abrigo y sufrir la helada brisa de noviembre. Marina complicaba la sesión de fotos, no paraba de moverse, intentaba toquetear las flores de las enredaderas.

Cuando la gente fue llegando empezaron las presentaciones, primos y tíos de Gerard por parte de madre, por parte de padre, familia lejana de mis padres. Tantos saludos, abrazos y besos en las mejillas que se fueron reescribiendo unos encima de otros hasta perder significado y nombre.

—¿Cómo se siente que la hija de un pecador pagano haya abrazado la fe cristiana? —me preguntó Gerard.

Todavía seguíamos en la puerta que daba al vestíbulo, recibiendo a los más rezagados.

—Nada especial, ¿y tú?

—Yo por si acaso tengo situados los extintores, por si la niña empieza a arder.

Sonreí. En ese mismo momento entraba una mujer vestida de novia. Me fijé en el encaje floral que trepaba por sus brazos y escote y en su complicado recogido con restos de arroz. La mujer terminó barriendo el suelo con la cola del vestido hasta desaparecer en el salón de enfrente.

Cuando era pequeña había soñado algo así, siempre pensé que me casaría vestida de blanco, como una princesa, con el arroz y los pétalos de flores cayendo a mi alrededor.

—Dentro de un mes —dijo Gerard, adivinando mis pensamientos—. No será tan ostentoso, pero...

—No quiero nada ostentoso.

Y era cierto, ya no me parecía en nada a esa niña que soñaba con ser una princesa.

—Lo que importa es que estemos juntos. —Posó su mano sobre mi cintura y me estrechó contra él.

Sabía que Gerard no era de ese tipo de celebraciones, algo que le venía de familia. Por lo que me había contado, sus padres se habían casado años después de tenerlo a él, lo bastante mayor como para acordarse de ir con ellos al Ayuntamiento y de la modesta comida de después. Fue más o menos como Gerard y yo habíamos planeado. El único enterado era uno de nuestros testigos: Pol, el mejor amigo de Gerard. Y yo en principio iba a preguntárselo a Lisa, hasta que recibí la llamada de María para confirmar su asistencia al bautizo. Entonces pensé que podía pedírselo a ella, para recuperar el vínculo perdido. En la llamada no me atreví a decírselo, pero sabía que reuniría las fuerzas necesarias en cuanto la viera en persona.

Al otro lado del silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora