Prólogo

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A finales del año 1845, París se preparaba para conocer grandes cambios, como era casi un requerimiento de su larga historia de lucha social hasta el momento.

Por sus calles adoquinadas y sus largas avenidas y bulevares, las gentes pasaban y vivían sus vidas sin sospechar, como muchas veces acontece hasta el estallido mismo de las transformaciones trascendentales, que los años que seguían fueran a ser diferentes de los que venían pasando. Desde el Palacio de las Tullerías, reinando sin gobernar, el rey Louis-Philippe se mantenía en un trono que había conseguido quince años atrás gracias al consenso del pueblo, a una revolución de julio que había dado un giro brusco a la monarquía francesa por primera vez desde los tiempos del Imperio y la Revolución; en los últimos tiempos, sin embargo, el que había sido llamado el rey mediador, el monarca de ambos mundos, se había acomodado demasiado en su puesto. Ahora, el longevo dirigente de más de setenta años había endurecido su reinado, detentando un autoritarismo que comenzaba a recordar a los del Antiguo Régimen...

Pero aquellos días ya jamás regresarían a Francia.

Otros cambios habían sacudido la sociedad en los últimos tiempos. Aquel siglo no pasaría a la historia como el de las grandes transformaciones por nada, pues en apenas unos años las tierras del país habían conocido las innovaciones del desarrollo como nunca antes, tanto en el transporte como en la medicina, la industria y la cultura. También la ciudad había progresado en su estructura urbana, en su higiene, en su alcantarillado, en la configuración de sus espacios: poco a poco, París se modernizaba al compás de los tiempos que corrían, tiempos que traerían acontecimientos de grandes dimensiones para sus habitantes.

Hacía años, por otra parte, que se vivía un periodo difícil para las mentes que velaban por el avance social. Se cumplía por entonces una década desde que las asociaciones habían sido revisadas y limitadas por las autoridades, y las reuniones públicas, prohibidas, pretendiendo acabar así con toda tentativa de oposición al régimen. Esas tentativas, no obstante, no dejaban de tramarse en los cafés, en los callejones, en las tabernas, en los salones de baile, y no se rendían tampoco los espíritus que las promovían, personas dispuestas a dar incluso su propia vida por los avances del porvenir. En aquella época en la capital, nunca se encontraba uno a más de diez pasos de un pensamiento rebelde, de una ambición libertadora, de una ilusión de fraternidad y camaradería universales. Nunca se estaba, en otras palabras, lejos de los sueños de los ciudadanos y ciudadanas que crearían el nuevo mañana.

Uno de los lugares donde esos sueños cruzaban el aire en forma de largos coloquios y entendidas discusiones, como era tradición desde hacía más tiempo del que se recordaba, eran los cafés. En uno de ellos, abandonado durante un tiempo a estos efectos, pero recuperado de nuevo durante la última década, el número de soñadores que se reunían había ido aumentando poco a poco a lo largo de los años, hasta albergar a un buen conjunto de almas interesadas en promover como fuera posible los vientos del cambio, los ideales que las unían a todas en un mismo lugar.

Era en ese café, en un ala oculta del piso superior, donde se reunía regularmente un grupo de hombres y mujeres de espíritus fuertes y vocación indiscutible, repartidos en pequeñas congregaciones a lo largo de la sala, en una de cuyas paredes reposaba aún —algo desmejorado por el paso de los años— un antiguo mapa del país bajo la República, como recordatorio de los sueños pasados y de las aspiraciones de quienes ahí se encontraban. Nadie lo miraba a menos que figurara de un modo u otro en sus coloquios, pero todos lo tenían presente, sintiendo sobre ellos su mirada expectante, paciente, esperanzada.

¿Y quiénes eran esas personas, esos corazones que latían al ritmo de un mismo anhelo? Eran jóvenes y adultos, veteranos y cadetes, entendidos y principiantes, estudiantes y obreros, funcionarios y artesanos, intelectuales, mercaderes... Toda una amalgama de gentes de oficios, procedencias y, en suma, vidas tan diferentes entre sí que casi conformaban una versión a pequeña escala del pueblo que defendían.

Entre ellas, algunas conocían ya desde hacía mucho tiempo aquel café, aquella sala, así como la ilusión ardiente de compartir ideas con personas de un mismo parecer, mas con opiniones tan diversas que cada reunión resultaba una fuente de riqueza, cada conversación una nueva manera de abrir los ojos al mundo. Algunas conocían ya la emoción de los proyectos conjuntos y la desolación del fracaso, pero también la resiliencia de superar las dificultades y volver a levantarse una y otra vez, de una y mil formas, hasta lograr mantenerse en pie con la firmeza de la renovada convicción.

Ellas, junto con las demás presentes, mantenían la esperanza de que llegara el día en el que el mundo fuera concordia, alegría y luz. Ellas, junto con sus compañeras, serían las portadoras del futuro que estaba por llegar.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora