—Esto es todo lo que incluye el informe, ¿verdad?

—Eso parece. No han reportado más actividad que la que figura aquí.

—Habrá que confiar en ellos, entonces.

El local estaba lleno a rebosar en esos momentos y el bullicio de charlas y discusiones escudaba las del grupo reunido en la sala oculta del piso superior del café, cuyos miembros maquinaban secretamente sus planes a expensas de la algarabía general.

En ocasiones, estas misteriosas personas bajaban a la sala principal y ocupaban las mesas como clientes normales y corrientes, pero, las más de las veces, su actividad —aquella que no consistía en labores humanitarias por la ciudad— se reducía a esa sala oculta, lejos de las miradas de posibles delatores. Las asociaciones como la suya, después de todo, así como las reuniones de cierto número de personas, estaban limitadas por ley, y suponía un peligro para ellas mostrarse abiertamente al público; afortunadamente, no obstante, hacía muchos años que los dueños del local protegían sus intereses, y concederles esa sala aparte era un pequeño gesto suyo que, a la larga, les permitiría hacer grandes cosas.

Esta organización clandestina, que velaba por el progreso y el bienestar del pueblo, por la libertad, la igualdad y la fraternidad —o, como preferían llamarla, el amor— era ahora más numerosa y estaba más preparada que nunca en su historia, que se remontaba a más de una década atrás. Su eficacia y formalidad se evidenciaban en su estructura interna, regida, eso sí, por los principios de la más etimológica democracia. A su frente, por acuerdo común, se encontraba una serie de miembros más entrados en la madurez adulta, hombres y mujeres alrededor de los cuarenta y cincuenta años, veteranos de las insurrecciones que se habían producido en las décadas anteriores.

Uno de ellos, un hombre alto de porte imponente cuyas cicatrices, visibles en los antebrazos arremangados, hablaban de supervivencia a luchas y pendencias pasadas, revisaba con otro miembro del grupo los reportes que sus contactos con otras organizaciones les habían proporcionado. Ambos leían las líneas escuetas y apretadas sobre el papel con detenimiento, procurando sacar el mayor provecho a su significado, y analizaban la situación en la que se encontraban en busca del mejor plan a seguir, cavilando en voz queda.

Mientras tanto, en una mesa cercana, otro veterano conversaba con un grupo de cadetes, jóvenes ardientes de entusiasmo y fervor revolucionario con los que parecía haber entablado una encendida discusión:

—Lo que dicen ustedes, messieurs, es imposible no solo como estrategia política, sino además, y sobre todo, como mera posibilidad de acción —decía el veterano, sirviendo vino a los cadetes, que, congregados a su alrededor, lo escuchaban con interés—. ¡Protestas armadas, cartuchos surcando el cielo gris de una París sofocada por la humareda de la impaciencia juvenil! El ser humano ha pecado de temerario en numerosas ocasiones a lo largo de su historia, las piedras de nuestra inconsciencia no cesan de entorpecer el camino hacia la libertad haciéndonos tropezar una y otra vez, sin importar cuántos errores cometamos; pero esto es el presente, messieurs, y el presente que comete errores como esos no hace sino comprometer el futuro. Un futuro por el que peleamos cada día facta, non verba, ¿no es cierto?, sin que eso quiera decir que nos dejamos llevar por la imprudencia. Ah, ¡ah!, no: conozco los peligros de la insensatez, los he sufrido en mis propias carnes, y no conviene que la incluyamos en nuestra causa.

—Habla usted de causa y futuro, pero no todos los días se le ve tan elocuente en estos asuntos —señaló uno de los cadetes, entre burlón y perplejo.

—Gran misterio es ese, monsieur, y muy bien advertido. Se lo resuelvo en un momento: el vino es bueno, el local está lleno, mis palabras reciben oídos más atentos que si mi voz fuera la única audible en toda la sala. Ahí lo tiene.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora