El monje y la alfombra
El sol se ponía, al atardecer la luz iluminaba las parras de enredaderas del claustro central del enorme monasterio de forma cálida, resaltando la silueta de las incontables hileras de hojas que escalaban la cara sur de las cuatro paredes que lo formaban, construidas con enormes bloques de piedra de origen desconocido. Detrás de esta pared, en un largo pasillo, un monje se encontraba agachado en el extremo de una larguísima alfombra, con un cepillo desplazaba cuidadosamente una pelusa de polvo, casi imperceptible al ojo, hacia un rudimentario recogedor metálico. Por hoy había terminado su labor, la alfombra estaba despejada de cualquier leve imperfección. Mañana volvería a recorrerla en toda su extensión para volver a realizar su minucioso trabajo.
Hacía unos años, la vida del monje había perdido su rumbo completamente, ahora sólo encontraba paz en aquel lugar recóndito. Los monjes Abininos, como se hacían llamar, practicaban como otros tantos monjes la separación de lo mundano y el sentido de trascendencia espiritual. Desde su óptica actual, el tiempo era un bien de incalculable valor y demasiadas veces, lo había desperdiciado completamente. Como cada mañana, antes del amanecer, comenzaría su minuciosa labor, que realizaba siempre en oración, consistía en dejar completamente limpia aquella alfombra, tres veces al día.
La alfombra se extendía por el lateral más largo del enorme monasterio, medía en su extensión 150 metros de largo y 3 de ancho, estaba repleta de ornamentos y bordados que se entrelazaban entre sí, formados por cientos de miles de hilos, en la alfombra se dibujaban tantas escenas que diversos antropólogos, historiadores e investigadores de toda índole se habían acercado a inspeccionarla en las pocas ocasiones en las que los monjes permitían la entrada al monasterio y ninguno había logrado explicar su razón de ser. En ella, se entrelazaban batallas con romances, reinados con gestas heroicas, lágrimas de doncellas con opulentos casamientos, imágenes de aves en los cielos con escenas mundanas, se podían observar mares de los cinco continentes representados por los hilos de seda plateados entretejidos en la extensa alfombra. Había sido documentada decenas de veces por distintos especialistas y en todas las ocasiones se contaba algo nuevo, algo distinto, algo inesperado. No parecía ser abarcable.
Nadie sabía su origen, ni cómo había sido bordada, ni cuánto tiempo llevaba allí, sin embargo, los Abininos habían heredado la antiquísima costumbre de otras órdenes de monjes, seguramente incluso de otras religiones diferentes a la suya, de mantener siempre completamente limpia la extensa alfombra. Esta había sido tradicionalmente una de las 3 condiciones para que un grupo de monjes pudiera habitar en aquel recóndito monasterio. Aproximadamente cada 300 años se producía un cambio de la orden de monjes que custodiaban aquel lugar ancestral, según había documentado un prestigioso historiador en una ocasión.
El monje, se consideraba un privilegiado por realizar aquella labor específica de limpieza permanente. Él, que un día se llamó Tarim Dubois, que había sido conocido en los principales cabarets de Bagdad, Paris y Viena, tan querido en muchos y en otros tantos expulsado; él que ahora era sencillamente Breno, con el nuevo nombre y la nueva vida que le otorgaban los monjes.
Con un pequeño cepillo y su recogedor metálico, que se abría momentáneamente como una pinza para recoger cualquier desperdicio, Breno recorría a diario lentamente la extensión de la alfombra, revisando cada centímetro de la misma y ante la más mínima imperfección se detenía. Con frecuencia se trataba de motas de polvo, en otras ocasiones alguna pelusa o pluma de algún ave que había caído sobre la alfombra, no importaba lo que fuera, Breno se agacharía, meticulosamente lo recogería con sus rudimentarios instrumentos y esa parte de la alfombra quedaría impoluta.
Diariamente, mientras limpiaba cualquier desperfecto en la alfombra, se encontraba con distintas escenas entretejidas en sus hilos plateados sobre aquel fondo predominantemente rojo. Un día topaba con un marinero que parecía ebrio y esto le recordaba cómo había danzado muchas noches atrás, dando vueltas, rodeado de mujeres y embriagado de alcohol, muchas veces haciendo ese baile folclórico que tanto disfrutó, completamente perdido podía despertar en cualquier lugar y en cualquier compañía en aquella época; Otro día se encontraba con la escena de una mujer que vendía pescado en el mercado y esto le recordaba como su madre había sacado adelante su familia, con un padre siempre ausente, siendo un ejemplo de lucha para él y sus 2 hermanos. En otro momento, se encontraba con unos pequeños jugando y pensaba en cómo hubieran sido sus hijos si no hubiera sido incapaz de amar a una sola mujer, si en su día hubiera prestado más atención a la cariñosa Luisa Benelli en vez de centrarse en sus propios egoísmos.
Sin embargo, encontraba paz. Consideraba que estaba haciendo lo que debía hacerse, que la alfombra debía de permanecer limpia y sin imperfecciones. No importaba que lo que reflejase fuera una añoranza, un recuerdo doloroso o nostálgico, un sueño o un olvido, una escena que nos llenara de ternura o de incomprensión, algo que creara nuestro más profundo rechazo o el anhelo de una existencia mejor.
La alfombra era lo que era y a él, antes Tarim Dubois y hoy Breno, no le correspondía juzgarlo, sólo tenía que encargarse de que los tejidos de esa alfombra, siguieran siendo lo que eran y que así esta pudiera, sin alteraciones, mostrar a cada cual el mensaje que le correspondía; al igual que quizás lo hiciera con cada persona el mundo.