Capítulo 12: El lobo, la oveja y el koala

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Lánzame a los lobos y me verás liderando una manada.

Eric negó con la cabeza, las chicas tenían una extraña forma de pasar el tiempo

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Eric negó con la cabeza, las chicas tenían una extraña forma de pasar el tiempo. Siempre le había gustado el marujeo pero, en esa ocasión, había algo que le daba vueltas en la cabeza y que no le dejaba pensar en otra cosa. 

Pasó con cuidado de no tirar nada, el espacio era mínimo y las chicas habían bajado las cosas de las estanterías, si antes casi ni podía pasar, ahora con todo aquello, se volvía una misión casi imposible. Gracias a Dios Eric no era claustrofóbico, sino, no hubiera podido pasar. De todas formas, sabía que igualmente hubiera ido, aquella no era la única razón por la que quería ir al único sitio en el que nadie le interrumpiría ni le vería. 

Descorrió la cortina y se metió dentro cerrándola tras de sí. 

Despacio, se quitó la camiseta. El cuerpo le dolía y casi no tenía rango de movimiento. Observó varios moratones tintándole la piel, se había dado cuenta de que no había sido buena idea echarse contra la pared. Sin embargo, le era muy difícil no ceder  al impulso de hacer alguna estupidez, como aquel que le decía de lanzarse contra ella. Los moratones no eran lo único que le preocupaba, siendo sinceros, él sabía que no tenían muy buena pinta. Pero, lo que le carcomía por dentro, era la mancha de sangre seca que le recorría el costado.

¿De dónde narices había salido?

Aunque intentaba hacer memoria, no lograba recordar nada más allá de la cena familiar. Habiendo perdido la noción del tiempo y no ayudaba nada, aquello pudo suceder ayer, hacía dos días, cinco o una semana. Era realmente frustrante, intentaba crear una imagen o una historia y su memoria solo le daba fragmentos...

– ¡Eric deja de meterte con mi novio! –le gritaba Astrid .

–¡Es que me lo pone a huevo! –decía Eric con las manos en señal de inocencia en el aire.

Astrid, su prima pequeña, estaba de pie al lado de la nevera de la casa de su tía, tenía los brazos en jarra y casi que le salía humo por las orejas.

–Una palabra más y te pegaré–había dicho ella.

Eric solo pudo reír, viendo cómo se marchaba enfadada moviendo su colita de algodón.

Y, de nuevo, el recuerdo se desvanecía.

Él sabía que habían decidido que la temática de la cena sería de pijamas de animales, Astrid llevaba uno de cuerpo entero de oveja, mientras que Eric llevaba uno de lobo y el novio de Astrid uno de koala. Ninguno de los tres sabía cómo habían accedido a aquello, pero, se lo habían estado pasando bomba.

Eric tuvo claro desde el primer momento que llevaría un disfraz de lobo, los amaba. Le parecía que eran criaturas extraordinarias y hermosas, casi como la representación de la perfección. Tenía tal fascinación que, una noche cuando tenía dieciseis, aquel día que estuvo de acampada con sus compañeros de clase, se escabulló cuando nadie miraba y fue en busca de los lobos que habitaban la montaña. Casi se dio por vencido, hasta que justo en el momento del amanecer, encontró un lobo que le observaba desde una piedra varios metros hacia el Norte. Aquel momento se le quedó marcado. Tanto que, a los dieciocho, se tatuó un lobo en el antebrazo. Decía que, si se reencarnaba, sería un lobo de pelaje gris viviendo en las montañas.

El Caso MünchbergDonde viven las historias. Descúbrelo ahora