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Como casi todos los días, Levi estaba sentado en una de las terrazas bajo los pórticos que daban a la plaza, la silla de ruedas ocupando casi todo el espacio entre la pequeña mesa y el escaparate de la cafetería. Ya hacía cinco años desde el fin de la guerra pero las cicatrices aún podían verse en los edificios que aún esperaban reparaciones, apenas apuntalados y con las fachadas ennegrecidas. El nuevo gobierno había prometido ayudas para recuperar la normalidad en la ciudad pero ni un céntimo parecía llegar al barrio. Aunque las alambradas habían desaparecido hacía tiempo, Liberio parecía obcecada con no olvidar que en aquel gueto aún vivían los hijos de Ymir. Pese a todo, los eldianos no parecían dispuestos a rendirse.

La mañana estaba siendo cálida para un mes de septiembre, los últimos coletazos del verano despidiéndose antes de dar paso al otoño. Una leve brisa se coló entre las columnas de los pórticos. Levi no pudo evitar fijarse en las lonas de los puestos ambulantes. Rojos, dorados, azules y naranjas cubrían el oeste de la plaza, llenándola de colores vibrantes. Decenas de artesanos habían llegado de todas partes, trayendo consigo trabajos de orfebrería, joyas y dulces que normalmente era imposible encontrar en ningún lugar de la ciudad. A su alrededor, los críos gritaban y reían. El olor a algodón de azúcar parecía haber invadido el ambiente. Los manteles y los pañuelos de colores cubrían los mostradores improvisados. No era la primera vez que Levi se sentía como un extraño en medio de la multitud pero dejó que el sentimiento pasara a través de él sin inmutarse. Gabi y Falco se merecían poder disfrutar de los festejos sin tener que preocuparse por él. Era lo mínimo que Levi podía hacer.

–No tenían Earl Grey –Gabi se sentó a su lado dejando la bandeja sobre la mesa–. Te he pedido un Darjeeling.

Gabi se había pedido un café con leche, la espuma espesa dibujando un corazón perfecto. El azúcar glas cubría por completo la ensaimada rellena de cabello de ángel que siempre solían compartir. La pequeña tetera de hierro negro descansaba junto a una pequeña taza de porcelana.

–¿Cuánto rato necesita infusionar? –preguntó Gabi.

–Cuatro minutos. –Levi levantó la tapa de la tetera e inspiró, disfrutando el aroma fresco del té antes de volver a taparlo–. ¿Qué pasa? –Levi frunció el ceño al ver la sonrisa en el rostro de Gabi.

–Nada, sólo estoy contenta. Es agradable verte relajado por una vez.

Levi alzó el rostro. Era difícil reconocer a la niña-soldado en la mujer que reía despreocupada al ver a los críos jugando al pilla-pilla entre las paraditas del mercado. A veces, Gabi le recordaba a Isabel. Era increíble que después de todo lo que había visto aún pudiera maravillarse al escuchar el sonido de los pájaros al amanecer o al notar la arena húmeda bajo las plantas de sus pies a la orilla del mar.

–¿Estás seguro que no prefieres ir al puerto a recibirlos? –Gabi pegó un sorbo de café, la espuma manchándole los labios–. Armin dijo que llegarían con el ferri de las doce.

–Demasiada gente.

Levi cogió los pequeños cubiertos y se acercó el plato con la ensaimada. Gabi se había reído de él la primera vez que lo había visto comérsela con cuchillo y tenedor. Levi no entendía como Gabi podía soportar que el azúcar glas se le pegara a los dedos y cayera por todas partes.

–Tampoco deberían tardar ya mucho. –Levi miró la hora en su reloj.

La correa de cuero oscuro estaba algo desgastada pero se ajustaba con comodidad a su muñeca. Levi había hecho reparar la esfera resquebrajada. Quizá podría regalárselo a Falco. Con un poco de suerte, conseguiría ver a Falco antes de que acabara el día. Algo para que pudiera recordarle cuando Levi ya no estuviera. Era un buen reloj. Fiable y robusto. Había sido de Erwin. Y antes, del padre de Erwin.

His Last DayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora