Úndecimo compás

1.2K 176 324
                                    

Undécimo compás: Escrito en la frente

Me habría quedado tumbada en la cama con Gerard toda la mañana, contemplando cómo las motas de luz que se filtraban a través de la persiana se iban arrastrando por las sábanas y nuestras piernas desnudas. En su lugar desayunamos los dos juntos comunicándonos solo con sonrisas con la boca llena y los dedos pegajosos por el azúcar de los donuts. Después me llevó hasta la que pronto se convertiría en mi antigua casa. No nos dijimos nada, pero leímos en los ojos del otro lo que iba a cambiar. Esa conexión me dio seguridad sobre nosotros y nuestro futuro. Nos dimos un beso ansioso y desesperado, lleno de nervios.

Cuando entré en casa respiré hondo y solté aire lentamente. El abrigo me pesaba en los hombros. Capté el leve olor del perfume de mi madre, además del tabaco y el sudor.

La campanita que hay colgada en la entrada anunció mi llegada. A mi padre nunca le había gustado, intuía que era porque le hacía sentir como un invitado, que esa en realidad no era su casa. Lo que no sería del todo mentira porque pertenecía a mis abuelos maternos.

A mi también me hizo sentir como una invitada hasta que segundos después Koala vino a saludarme con sus orejas hacia atrás, la lengua fuera y la cola agitándose de un lado a otro. Por desgracia, no venía sola. Entornaron la puerta del salón tras de sí, acorralándome en el pequeño recibidor.

Me agaché para centrarme en Koala, acariciarle el lomo, la cabeza, detrás de las orejas, pasando la mano por su pelo negro y brillante.

—¡¿Dónde estabas?!

Mi parte más mezquina se sentía bien al saber que había hecho sufrir a mis padres o, al menos, a mi madre. Tenía la boca fruncida y los ojos hinchados, como si hubiera llorado. Se abrazaba a sí misma con fuerza. Esta vez había golpeado duro en la máscara de yeso que tenía por aparente normalidad, se empezaba a resquebrajar.

Evité mirar a mi padre. Desde esa posición solo veía la bata con las mangas agujereadas de jugar con Koala y las pantuflas cuya suela estaba medio levantada.

—¡Te fuiste al baño y no volviste! ¡Pensábamos que te había pasado algo! —continuó mi madre.

Escuchar su voz así de angustiada me produjo un escalofrío, me levanté a pesar de que Koala me buscaba la mano con el hocico.

—Estaba con Gerard, celebrando mi cumpleaños —atiné a decir, intentando mantener la calma.

—¡No puedes irte por ahí abandonando a tu hija! —rugió mi padre y Koala se marchó rápidamente asustada. Quise seguirla.

Me sorprendieron sus palabras. Era como si supiera lo que estaba pensando, como si me culpara no solo de lo que había hecho, sino de lo que pensaba cada día. Me inquietaba que alguien, con una empatía aparentemente nula, pudiese leerme tan bien.

—Encima vienes con esas pintas de... —Entonces me atreví a mirarlo, busqué el rastro de preocupación en sus ojos y solo encontré cólera y vergüenza.

Con el pulgar empecé a rascarme un pellejito que tenía en el dedo índice.

—No la abandoné, solo... —intenté buscar cualquier justificación, que solo me había ido de fiesta, pero sonaba absurdo en mi cabeza.

—Y tú tan tranquila por ahí, ¿no?

—¿Le ha pasado algo?

—No le diste de comer —respondió mi madre sacudiendo la cabeza—, tuvimos que ir a una farmacia de guardia a comprar leche de fórmula, pero no la quería. Ahora está dormida, por suerte. Pero estaba desconsolada, como si...

En el falso silencio flotaron las palabras no dichas, las respiraciones costosas. Quise arrancarme la piel del dedo de un tirón. Sentir el escozor para aplacar el dolor que me abría el pecho.

Al otro lado del silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora