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ANTES DE...

Danna y Jorge

O como enamorarse para después romperse en mil pedazos.

...

Nunca fui de las de madrugar. Pero mi odio a la brillante luz matutina se agudizó durante el instituto, los sábados a las ocho y diez de la mañana.

A esa hora mi padre llamaba a mi puerta con un reloj y me decía <el autobús sale en treinta minutos>, aunque no se trataba de ningún <autobús>, sino de su Volvo y no me llevaba precisamente al instituto, sino a la librería familiar.

Rivera Books había sido fundada por el tío de mi padre en los años sesenta, en el mismo lugar en el que seguía; en la zona norte del Great Road, en Acton, Massachusetts.

Y de alguna manera eso significó que, tan pronto como cumplí la edad legal para trabajar, tuve que ponerme a atender a los clientes algunos días entre semana, después de clases, y todos los sábados.

Me tocaba ir los sábados porque Vania prefería los domingo. El verano anterior, mi hermana había ahorrado todo el sueldo que ganaba en la librería y se había comprado un Jeep Cherokee azul marino.

La única vez que había subido a su todoterreno fue la noche del día en el que se lo había comprado, cuando, encantada de la vida como estaba en ese momento, me invitó un helado en Kimball’s Farm. Pedimos una tarrina de medio litro de chocolate para nuestros padres y dejamos que se derritiera mientras nos sentabamos en el capó de su coche y nos comíamos nuestros respectivos helados, completamente relajas bajo el agrabable aire cálido nocturno.

Nos quejamos de la librería y de la costumbre que tenía nuestra madre de poner queso parmesano en las patatas. Vania me confesó que había probado la marihuana y yo prometí no contarle nada a nuestros padres.

Luego me preguntó si ya había besado a alguien y yo me giré y miré a otro lado porque tenía miedo de que pudiera leer la respuesta en mi cara.

-No pasa nada.-Me dijo.-La mayoría de la gente no se da su primer beso hasta que no llega al instituto.

En ese momento, Vania llevaba unos pantalones cortos verdes aceituna y una camisa azul marino, así como dos cadenas de oro que caían por su clavícula hasta su escote. Mi hermana nunca se abrochaba las camisas del todo. Siempre las llevaba con un botón más abierto de lo normal.

-Si.-Comenté yo.-Lo sé.

Pero fui completamente consciente de que ella no había dicho: <Yo no di mi primer beso hasta que llegue al instituto>, que era justo lo que desaba oír. Me daba igual no ser como los demás. Lo que me preocupaba era no ser como ella.

-Verás cómo todo mejor ahora que vas a ir al instituto.-Dijo Vania mientras tiraba lo quedaba de su helado de menta con chocolate.-Confía en mí.

En aquel momento, esa noche, me habría creído cualquier cosa que me dijera.

Pero también era cierto que esa noche supuso una excepción en la relación que mantenía con mi hermana. Fue uno de esos momentos raros entre dos familiares que se limitaban a coexistir.

Cuando empecé mi primer año de instituto y ambas coincidimos en el mismo edificio, nos dedicamos a cruzarnos en los pasillos del centro durante el día y en los de casa por la noche, como si fuéramos dos enemigos durante una tregua.

Así que imaginaros mi sorpresa cuando ese sábado, durante la primavera de mi primer curso de instituto, me despertaron a las ocho y diez y descubrí que no tenía que ir a trabajar a la librería.

Los dos amores de mi vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora