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Desde que estaban juntos, los cerezos cubiertos de rosa le parecían mil veces más hermosos, la brisa de la primavera le resultaba mucho más suave y el aroma de las flores se le hacía infinitamente más dulce. Se pasaba el día sonriendo sin darse cuenta y su mente siempre lograba hacerlo pensar en esa persona a la que tanto quería.

Thoma estaba tan enamorado que estaba más feliz que nunca. Su corazón latía más rápido cada vez sostenía aquella mano que quería sentir a todas horas acariciando su rostro; las mariposas revoloteaban en su estómago cada vez que esos labios tan dulces como la miel rozaban los suyos; la vida le parecía hermosa siempre que sentía su calor cerca quitándole el frío.

Adoraba conseguir hacer que sonriera y se sentía orgulloso cada vez que lograba provocar su risa, que tan alegre, melodiosa y bonita le resultaba. Deseaba poder estar a su lado las veinticuatro horas del día, y casi era así dado que era el amo de llaves del clan Kamisato.

Porque la persona a la que tanto amaba, de la que tan enamorado estaba, quien le invadía los pensamientos nada más abrir los ojos por la mañana, quien estaba presente en su cabeza a lo largo del día y quien era lo último que se le cruzaba por la mente antes de sumirse en el sueño era elegante como una garza y dulce como el caramelo: Kamisato Ayaka.

La felicidad que le llenaba el pecho a Thoma cuando estaba con ella y la que Ayaka también sentía al tenerlo cerca se palpaba en el aire. Era un amor tan genuino y sincero que había surgido a partir de una amistad forjada a lo largo de los años, basada en la confianza mutua y el apoyo incondicional. Un amor perfecto, ideal, puro e inocente como debía ser.

Las noches en silencio de la Isla Narukami oían los secretos que esos dos enamorados compartían, escuchaban las palabras de amor que se susurraban y eran testigos de aquel sentimiento tan puro que había florecido en sus corazones.

Pero esas mismas noches, que se deleitaban con la magia del amor, también tenían que soportar la amarga angustia del desamor, alejada tan solo un par de habitaciones de la primera.

Era como un puñal que se clavaba cada día más en su pecho. Sentía cómo la herida del dolor era cada vez más profunda. Cada sonrisa que veía en los labios de Thoma y Ayaka era como una bofetada en la cara; cada abrazo que se daban, una patada en la boca del estómago; cada beso, una lanza atravesándole el corazón.

Pero sufrir en silencio era la mejor opción. Ayato no quería estropear la felicidad de su hermana ni destruir la ilusión de Thoma solo porque no era correspondido por el amo de llaves del clan Kamisato. ¿Era culpa suya haberse enamorado de él? ¿Había siquiera alguien a quien culpar de su sufrimiento?

Ayato se preguntaba por qué tenía que ser así, y se sentía egoísta cada vez que aquella cuestión se le pasaba por la mente. Pero la sensación de egoísmo era momentánea; el desconsuelo que le llenaba el pecho por las noches duraba algo más y lo desgarraba poco a poco, lentamente. Sufriendo en silencio desde la amargura, sin contarle nada a nadie acerca de lo que sentía, sacrificando su felicidad por la de su amigo más fiel y leal y, sobre todo, por la de su querida hermana.

Cada vez calaba más hondo, cada vez se hacía más daño a sí mismo. ¿Eran acaso los sentimientos que debía esconder más letales que su espada?

Estaba en su habitación de la sede de la Comisión Yashiro. La estancia estaba iluminada por un candelabro dorado como los primeros rayos del sol al amanecer. Las llamas, pequeñas y nerviosas, bailaban caprichosas, haciendo que las paredes de la sala se vieran tan doradas como el candelabro que las sostenía.

Cómodamente arrodillado frente al kotatsu que ocupaba el centro de la habitación, cubierto de papeles y documentos que debía firmar y consultar, Ayato apenas estaba prestando atención a sus responsabilidades en ese preciso momento.

Drowning alone [Ayato] (One-shot)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora