prólogo

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unas pocas veces al año, cuando él venía de Londres a
visitar la propiedad, lo que no hacía muy a menudo.
Pero tal vez lo más importante es que Sophie sabía que
era bastarda. No tenía muy claro cómo lo supo, sólo sabía
que lo sabía, y que tal vez lo había sabido toda su vida.
No recordaba nada de su vida anterior a su llegada a
Penwood Park, pero sí recordaba un largo viaje en coche
a través de Inglaterra, y recordaba a su abuela,
terriblemente delgada, la que tosiendo y resollando le
decía que iba a ir a vivir con su padre. Y más que
cualquier otra cosa, recordaba el momento cuando
estaba de pie ante la puerta bajo la lluvia, sabiendo que
su abuela estaba escondida entre los arbustos, esperando
para ver si la llevaban al interior de la casa.
El conde le puso los dedos bajo la barbilla a la pequeña y
le levantó la cara hacia la luz, y en ese momento los dos
supieron la verdad.
Todos sabían que Sophie era bastarda y nadie hablaba de
eso, y todos estaban muy felices con ese arreglo.
Hasta que el conde decidió casarse.
Sophie se sintió muy contenta cuando se enteró de la
noticia. El ama de llaves le dijo que el mayordomo había
dicho que el secretario del conde había dicho que el
conde pensaba pasar más tiempo en Penwood Park
ahora que era un hombre de familia. Y aunque ella no
echaba exactamente de menos al conde cuando no estaba,
pues era difícil echar de menos a alguien que no le
prestaba mucha atención ni siquiera cuando estaba ahí,
se le ocurrió que tal vez podría echarlo de menos si
llegaba a conocerlo mejor, y que si llegaba a conocerlo
mejor tal vez él no se marcharía con tanta frecuencia. Además, la camarera de la planta superior le dijo que el
ama de llaves había dicho que el mayordomo de los
vecinos había dicho que la futura esposa del conde ya
tenía dos hijas, de edades cercanas a la de ella.
Después de pasar siete años sola en la sala de los niños, a
ella le encantó esa noticia. A diferencia de los demás
niños del distrito, a ella jamás la invitaban a las fiestas ni
a los eventos de la localidad. En realidad nunca nadie la
insultaba llamándola bastarda; hacer eso habría
equivalido a llamar mentiroso al conde, el que después de
declarar que ella era su pupila y estaba bajo su custodia,
jamás volvio a tocar el tema. Pero al mismo tiempo, el
conde jamás hizo ningún gran esfuerzo por lograr que la
aceptaran. Así pues, a sus diez años, sus mejores amigos
eran las criadas y los lacayos, y sus padres bien podrían
haber sido el ama de llaves y el mayordomo.
Pero por fin iba a tener hermanas.
Ah, sabía muy bien que no podría llamarlas hermanas.
Sabía que la presentarían como Sophia Maria Beckett, la
pupila del conde, pero ella las «sentiría» como hermanas.
Y eso era lo que verdaderamente importaba.
Y así, una tarde de febrero, Sophie se encontró en el gran
vestíbulo principal junto con todos los criados reunidos
allí, esperando, mirando por la ventana para ver llegar
por el camino de entrada el coche del conde que traía a la
nueva condesa y a sus dos hijas. Y al conde, claro.
—¿Cree que le caeré bien? —preguntó en un susurro a la
señora Gibbons, el ama de llaves—. A la esposa del
conde, quiero decir.
—Claro que le caerás bien, cariño —le susurró la señora
Gibbons.
Pero Sophie vio que en sus ojos no había tanta seguridad
como en el tono de su voz. Tal vez la nueva condesa no
aceptaría de buena gana la presencia de la hija bastarda
de su marido.
—¿Y tendré las clases con sus hijas?
—No tiene ningún sentido que te den las clases por
separado.
Sophie asintió, pensativa, y entonces vio el coche
avanzando por el camino de entrada. Se revolvió
inquieta.
—¡Han llegado! —susurró, nerviosa.
La señora Gibbons alargó la mano para darle una
palmadita en la cabeza, pero ella ya había corrido hasta
la ventana, y estaba con la cara prácticamente pegada al
cristal.
El conde bajó primero del coche y se volvió a ayudar a
bajar a dos niñas. Éstas vestían abrigos negros iguales.
Una llevaba una cinta rosa en el pelo; la otra, una cinta
amarilla. Cuando las niñas se hicieron a un lado, el conde
alargó la mano hacia el interior del coche para ayudar a
bajar a una última persona.
A Sophie se le quedó el aire atrapado en la garganta
mientras esperaba la aparición de la condesa. Cruzó los
deditos y de sus labios salió una sola súplica: «Por favor.
Por favor, que me quiera».
Tal vez si la condesa la amaba, el conde la amaría
también, y tal vez, aunque no la llamara hija, la tratara
como si lo fuera, y entonces serían una verdadera familia.
Mirando por la ventana, Sophie vio bajar del coche a la
condesa, y sus movimientos tan elegantes y gráciles le
recordaron a la delicada alondra que de vez en cuando chapoteaba en el agua del bebedero del jardín. Incluso su
sombrero estaba adornado por una larga pluma color
turquesa que brillaba al sol del crudo invierno.
—Qué hermosa es —susurró.
Echó una rápida mirada a la señora Gibbons para
calibrar su reacción, pero el ama de llaves estaba muy
erguida, en rígida posición firme, sus ojos fijos al frente,
esperando que el conde hiciera entrar a su nueva familia
para hacer las presentaciones.
Sophie tragó saliva, sin saber dónde tenía que situarse.
Todos los demás parecían tener un lugar asignado. Los
criados estaban formados según categorías, desde el
mayordomo a la más humilde de las fregonas. Incluso los
perros estaban sentados sumisamente en un rincón, sus
correas sujetas firmemente por el encargado de los
perros cazadores.
Pero ella era una desarraigada. Si de verdad fuera la hija
de la casa, estaría junto a su institutriz esperando a la
nueva condesa. Si de verdad fuera la pupila del conde,
estaría en ese lugar también. Pero la señorita Timmons
había cogido un fuerte catarro y se negó a salir de la sala
de estudio de los niños para bajar. Ninguno de los criados
creyó ni por un instante que estuviera enferma de
verdad. Había estado muy bien la noche anterior, pero
todos comprendían su mentira. Después de todo, Sophie
era la hija ilegítima del conde, y nadie habría querido ser
la persona que hiciera un insulto a la condesa pre-
sentándole a la bastarda de su marido.
Y la condesa tendría que ser ciega o tonta, o las dos
cosas, para no darse cuenta al instante de que la niña era
algo más que la pupila del conde. Repentinamente abrumada por la timidez, Sophie fue a
ponerse en un rincón, encogida, cuando dos lacayos
abrieron las puertas con ademán triunfal. Primero
entraron las dos niñas, que se hicieron a un lado para
que entrara el conde llevando a la condesa. El conde
presentó a la condesa y a sus hijas al mayordomo, y el
mayordomo les presentó al resto de los criados.
Y Sophie esperó.
El mayordomo presentó a los lacayos, a la cocinera jefe,
al ama de llaves, a los mozos de cuadra.
Y Sophie continuó esperando.
Presentó a las cocineras, a las camareras de la planta
superior, a las fregonas.
Y Sophie continuó esperando.
Finalmente el mayordomo, que se llamaba Rumsey,
presentó a la más humilde de las criadas, una fregona
muy joven llamada Dulcie que había entrado a trabajar
ahí sólo hacía una semana. El conde movió la cabeza de
arriba abajo, dio las gracias, y Sophie seguía esperando,
sin tener la menor idea de qué debía hacer.
Entonces se aclaró la garganta y avanzó un paso, con una
nerviosa sonrisa en la cara. No pasaba mucho tiempo con
el conde, pero siempre que él visitaba Penwood Park la
presentaban a él, y él siempre le dedicaba algunos
minutos de su tiempo, para preguntarle cómo le iba en
las clases y lecciones, y luego la instaba a volver a la sala
de los niños.
Seguro que él seguiría queriendo saber cómo le iba en los
estudios, aun cuando se hubiera casado. Seguro que
querría saber que ya dominaba la ciencia de multiplicar
fracciones y que no hacía mucho la señorita Timmons había declarado que su pronunciación del francés era
«perfecta».
Pero él estaba ocupado diciéndoles algo a las hijas de la
condesa y no la oyó. Volvió a aclararse la garganta, esta
vez más fuerte, y dijo:
—¿Milord? —Notó que la voz le salió más temblorosa
que lo que hubiera querido.
El conde se volvió hacia ella.
— Ah, Sophia. No sabía que estabas aquí.
Sophie sonrió de oreja a oreja. No era que él hubiera
hecho caso omiso de ella, después de todo.
—¿Y quién es esta niña? —preguntó la condesa,
acercándose más para verla mejor.
— Mi pupila —contestó el conde—. La señorita Sophia
Beckett.
La condesa le clavó una mirada evaluadora, y entrecerró
los ojos.
Y los entrecerró más.
Y los entrecerró más aún.
—Ya veo —dijo.
Y todos los presentes en el gran vestíbulo comprendieron
al instante que sí lo veía.
—Rosamund —dijo la condesa girándose hacia sus dos
hijas—. Posy. Venid conmigo.
Las niñas se pusieron inmediatamente al lado de su
madre. Sophie se atrevió a sonreírles. La más pequeña le
correspondió la sonrisa, pero la mayor, cuyo pelo era del
color del oro batido, siguiendo el ejemplo de su madre,
levantó la cara apuntando la nariz hacia arriba y
firmemente desvió la vista.
Sophie tragó saliva y volvió a sonreír a la niña amistosa, pero esta vez la niña se mordió el labio inferior, indecisa,
y bajó la vista hacia el suelo.
Dando la espalda a Sophie, la condesa dijo al conde:
—Supongo que tienes habitaciones preparadas para
Rosamund y Posy.
—Sí. Cerca de la sala de los niños. Justo al lado de la de
Sophia.
Después de un largo silencio, la condesa debió llegar a la
conclusión de que ciertas batallas no han de lucharse
delante de los sirvientes, porque se limitó a decir:
—Ahora querría subir a las habitaciones.
Acto seguido se marchó, llevando con ella al conde y a
sus hijas. Sophie observó a la familia subir la escalera y,
cuando las perdió de vista en el rellano, se giró hacia la
señora Gibbons y le preguntó:
—¿Cree que debería subir a ayudarlas? Podría
enseñarles la sala de estudio a las niñas.
La señora Gibbons negó con la cabeza.
—Parecían cansadas —mintió—. Seguro que necesitan
dormir una siesta.
Sophie frunció el ceño. Le habían dicho que Rosamund
tenía once años y Posy diez. Era bastante raro que
necesitaran una siesta.
La señora Gibbons le dio unas palmaditas en la espalda.
—Será mejor que vengas conmigo. Me irá bien tener
compañía, y la cocinera me dijo que acaba de sacar del
horno una buena cantidad de tortas dulces. Creo que
todavía están calientes.
Sophie asintió y la siguió. Esa tarde tendría tiempo de
sobra para conocer a las dos niñas. Les enseñaría la sala
de los niños, se harían amigas y dentro de poco tiempo

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