Duodécimo compás: Labios cereza
Estaba en una cabina de teléfono a más de trescientos kilómetros de Barcelona, escuchando el clic de la máquina cada vez que se comía una moneda. Soplaba un viento frío que me hizo temblar las rodillas. El cielo estaba cada vez más oscuro y el ambiente cargado de humedad y futura tormenta.
Sentía que estaba jugando a las tragaperras, esperando a que me tocase el premio gordo.
—Ciao!
Suspiré de alivio al escuchar su voz.
—Lisa —la saludé—. Soy yo, Lina.
—¡Lina! Nunca pensé que llamarías.
—Y no pensaba hacerlo —admití, esperando que lo tomara como una broma.
Probablemente nunca lo hubiera hecho de no encontrarme en esa situación.
—Figlia di...
—Estoy en Valencia... Pensé que podríamos vernos. Si sigues viviendo aquí, claro —dije, encogida, mientras rascaba una pegatina de la cabina. Estaba llena de graffitis y carteles de conciertos que se solapaban con los de perros desaparecidos.
—Mmm, déjame que lo piense. Quizá si me suplicas un poco...
—¡Vamos! Me estoy congelando de frío.
—Solo si me cuentas qué haces aquí.
Lisa apareció veinte minutos después en un BMW negro. Nada más entrar se me arraigó el olor a tabaco y vainilla de sus cigarrillos aromatizados. Sostenía uno a medio acabar entre el dedo índice y corazón de la mano que tenía en el volante. La música de la radio sonaba bajito, casi como un susurro.
—¿Y esas pintas? No sé si has salido huyendo de una boda o si te han echado un polvo.
Dejé escapar una pequeña risa.
—Ayer fue el bautizo de Marina y mi cumpleaños.
—Eso tenemos que celebrarlo —dijo, y sus labios de color cereza intenso rodearon el cigarrillo unos segundos. Después dejaron escapar el humo. Siempre me perdía en sus movimientos, hipnóticos, fluidos, elegantes. Parecía que estuviera escenificando una película, como si todo fuera premeditado. Como una de esas antiguas estrellas del cine clásico. Lisa era guapa, pero creo que lo que más me gustaba de ella era su seguridad, su forma de caminar por el mundo como si fuera suyo. Se había tintado el cabello de rubio y ya tenía las raíces negras.
Durante unos segundos, mientras terminaba de fumar, pude hundirme en el asiento y cerrar los ojos. Conseguí diluir los nervios que me habían atenazado durante el viaje en el tren, en el que me colé sin billete.
Al volver a abrir los ojos y recolocar los pies, pisé algo sin querer. Era un biberón vacío.
—Uy, mira, ahí estaba.
Lo tomé entre mis dedos, la tetilla estaba sucísima, llena de pelusas. Mientras conducía le conté parte de mi historia, estirando la tetilla una y otra vez. Me ahorré la discusión que tuve con María así como la noche con Gerard.
Lisa vivía en una tercera planta. Pese a que estaba un poco desordenado y sucio, se notaba que era nuevo y que la decoración la había escogido ella. No pude evitar acordarme de mi madre cuando contemplé la polvorienta escultura de una mujer con los pechos cubiertos por una fina sábana. No supe si le molestaría más la desnudez o la suciedad.
Me pregunté qué estarían haciendo mis padres. Si estarían cenando, si pensarían que volvería a pesar de haber dejado las llaves en el cuenco de la entrada. O si ya estarían buscándome. Cuánto tardarían en imprimir carteles con mi cara y con qué foto sería. ¿Las del bautizo quizá? Esas eran las últimas que me habían hecho. Con mi perfecto vestido y mi sonrisa falsa.
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Al otro lado del silencio
Ficção GeralSi no tenía el bebé sería considerada una asesina, pero si lo tenía sería una suicida. *** Ninguna persona debería verse obligada a tener un hijo que no quiere, eso es lo que le había dicho su novio. Lina hubiera abortado. ¿Pero cómo? Iba a ser un m...