ᴄᴀʀᴀ ᴀ: 𝐀𝐃𝐀𝐌𝐀 𝐇𝐎𝐖𝐄𝐋𝐋

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❛ Y desconfío.

El miedo a dar un salto y encontrar vacío.

Ansío que esto que siento no sea mío,

¿por qué de pronto se siente tan frío? ❜       



. . .

ᴄᴀʀᴀ ᴀ

𝘼𝙙𝙖𝙢𝙖 𝙃𝙤𝙬𝙚𝙡𝙡


          RECUERDO los primeros años de mi vida como una nebulosa en la que no puedo adentrarme, pero... por sobre el humo, la confusión y oscuridad, siempre tengo algo a lo que aferrarme. Es el sonido de su voz, el sentir su mano tomando la mía para guiarme. Nada parece hacerme falta cuando él me cuida, cuando él me protege, cuando él está. Y entonces me pregunto si permanecerá, si algo de sí quiere que las cosas sean diferentes. Que el mundo no sea tan malo, ni la vida tan compleja, ni el dolor tan intenso, tan presente.

          Las venganzas destrozan a las personas, es algo que todos sabemos, pero la peor parte de ellas es cuando traen consigo ese sentimiento de culpabilidad que te obliga a aceptar que lo mereces, que te las ganaste, que alguien puede sacarte todo con pleno derecho a hacerlo.

          Y ese momento, esa pérdida, es el precio a pagar por todas las cosas malas que hiciste antes.

           Es lo que papá siempre me dijo. Él sabía bien lo que es lidiar con la culpa. Ver a la tristeza a los ojos y decirle «bienvenida, estuve esperándote», para que ella responda «solo regreso a donde pertenezco». Es lo único que me queda de él, o lo único que quiero que me quede. Después solo está su rostro completamente blanco, estático, con los ojos cerrados y ambas manos sobre su pecho. Ya no podía moverse. Ya no podía enseñarme lo difícil que es estar sola. Tenía que aprender su ausencia de esa forma, viviéndola. Pero lo peor que me dejó no fueron los años de crecer sin sus consejos y sus abrazos, no. 

          Lo que papá dejó tras de sí fue ese recuerdo, el de él, muerto, en un ataúd. Y la promesa de que ese también era mi destino.

          Cuando poco a poco el correr del tiempo me hizo olvidar su voz, sus expresiones, su aroma, su presencia; lo único que permanece intacto en mi memoria es la imagen que guardé tras un par de ojos llenos de lágrimas contenidas, la sensación de estar rodeada de soledad, y de que iba a llover en el mundo para siempre.

          Tenía solo catorce años cuando ocurrió. Aunque intentaron tapársela, seguía notándosele la bala que lo tumbó, y eso solo marcaba todavía más las palabras que alguna vez llegué a escuchar que decía a alguien.

          —Las personas como yo no podemos esperar otro final. —Y luego se señalaba la frente, entre ceja y ceja—. Tengo una bala prometida justo aquí, y ni tú ni nadie puede hacer nada para cambiarlo.

          No mintió. Papá siempre fue plenamente consciente de cuál es el destino de la gente como él. Como nosotros. No intentó ocultar el hecho de que el peligro nos rodeaba tanto, tanto, tanto, que ya casi formaba parte de él, parte de mí.

NEVADA: Las dos caras del malDonde viven las historias. Descúbrelo ahora