capitulo 5

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El sábado por la mañana amaneció temprano y luminoso..., demasiado luminoso, y demasiado temprano, diablos. Bubú despertó a Fionna a las seis maullándole al oído.
-Vete -murmuró ella al tiempo que se tapaba la cabeza con la almohada.
Bubú maulló de nuevo y golpeó la almohada con la pata. Fionna captó el mensaje: o se levantaba, o el gato iba a sacar las uñas. Apartó a almohada hacia un lado y se sentó en la cama mirando al minino.
-Eres muy malo, ¿sabes? No pudiste hacer esto mismo ayer por la mañana, ¿verdad? No, tienes que esperar hasta que yo tenga el día abre y no tenga que madrugar.
El gato permaneció impasible ante aquella regañina. Era algo típico de los gatos; hasta el más sucio y desaliñado de ellos estaba convencido de su innata superioridad. Fionna lo rascó por detrás de las orejas y un grave ronroneo se extendió por todo su cuerpo. Sus ojos amarillos y oblicuos se cerraron de placer.
-Ya verás -le dijo-. Voy a convertirte en un adicto a esta costumbre de rascarte y después voy a dejar de hacerlo. Vas a sufrir síndrome de abstinencia, amigo.
Él bajó de la cama de un salto y se dirigió hacia la puerta abierta del dormitorio. Al llegar se detuvo un momento para mirar atrás, como si quisiera asegurarse de que Fionna en efecto se había levantado.
Fionna bostezó y apartó los cobertores. Por lo menos, no la molestó el ruidoso coche del vecino durante la noche, y además había bajado la persiana para que no entrase la luz del día, de modo que había dormido profundamente hasta el toque de diana de Bubú. Levantó la persiana y atisbo por entre los visillos para observar el camino de entrada que discurría al lado del suyo. Allí estaba el destrozado Pontiac marrón. Eso quería decir que o bien estaba agotada y había dormido como un lirón, o bien el vecino se había comprado un silenciador. Decidió que lo del agotamiento y el lirón era más probable que el silenciador recién comprado.
Era obvio que Bubú opinaba que estaba perdiendo tiempo, porque le lanzó un maullido de advertencia. Suspirando, Fionna se retiró el pelo de la cara y fue hacia la cocina a trompicones. «Trompicones» era la palabra adecuada, porque Bubú la ayudó a avanzar de aquel modo metiéndose entre sus tobillos a cada paso. Necesitaba desesperadamente un café, pero sabía por experiencia que el gato no la dejaría en paz hasta que le diera de comer. Abrió una lata de comida, la vertió en un cuenco y la depositó en el suelo. Mientras el gato estaba ocupado, dejó preparada una cafetera y se dirigió hacia la ducha.
Se quitó la ropa que usaba para dormir en verano, consistente en una camiseta y unas bragas -en el invierno sumaba a aquello unos calcetines-, se metió debajo del chorro caliente de la ducha y dejó que éste la despertara del todo. Algunas personas eran aves madrugadoras; otras eran búhos nocturnos. Fionna no era ninguna de las dos cosas. No funcionaba bien hasta haber tomado una ducha y una taza de café, y de noche le gustaba estar en la cama a las diez como muy tarde. Bubú estaba alterando el orden natural de las cosas con sus exigencias de que le diera de comer antes de hacer ninguna otra cosa. ¿Cómo había podido su madre hacerle esto a ella?
-Sólo quedan cuatro semanas y seis días -musitó para sí. ¿Quién hubiera pensado que un gato que normalmente era tan cariñoso iba a convertirse en semejante tirano cuando no estaba en su entorno habitual?

Después de una larga ducha y dos tazas de café, sus sinapsis cerebrales empezaron a conectarse y comenzó a recordar todas las cosas que tenía que hacer. Comprarle al tipejo de al lado un cubo de la basura nuevo... bien. Hacer la compra... bien. Hacer la colada... bien. Cortar el césped... bien.
Se sintió un poco emocionada por el último punto de la lista. Tenía césped que cortar, ¡su propio césped! Desde que se fue de su casa había vivido en apartamentos, ninguno de los cuales incluía un jardín. Por lo general había un diminuto parche de hierba entre la acera y el edificio, pero era el servicio de mantenimiento el que siempre se encargaba de cortarlo. Diablos... er... caramba, eran unos parches tan pequeños que podrían podarse incluso con unas tijeras.
Pero su nuevo hogar traía su propio césped incluido. Previendo ese momento, había invertido en una cortadora de césped nuevecita, modernísima y de propulsión automática, garantizada para que su hermano Finn se pusiera verde de envidia. Finn tendría que comprarse una cortadora tipo cochecito para superar la de ella, y como su césped no era en absoluto más grande, una cortadora tipo cochecito sería un regalo carísimo para su ego. Fionna se imaginó que su mujer Marceline intervendría antes de que él cometiera semejante estupidez.
Hoy llevaría a cabo su primer corte de césped. Apenas podía esperar a sentir la potencia de aquel monstruo rojo vibrando en sus manos mientras decapitaba todos aquellos tallos de hierba. Siempre se había sentido sumamente atraída por las máquinas rojas.
Pero lo primero es lo primero. Tenía que hacer una escapada al supermercado para comprar un cubo de la basura nuevo para el vecino. Una promesa era una promesa, y Fionna siempre procuraba cumplir su palabra.
Un rápido cuenco de cereales más tarde, se puso unos vaqueros y una camiseta, se calzó un par de sandalias y se puso en camino.

El hombre perfecto (fiolee)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora