Prólogo

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La caja de música giraba al son de una melancólica melodía. Los dos bailarines de su interior danzaban en círculos sobre la superficie dorada, con forma ovalada y con incrustaciones de jade y motivos en perla.

De pronto, la música dejó de sonar y la tapa los ocultó en el interior de la caja. La dama, que la escuchaba mientras se ponía su capa, la guardó con cuidado en su bolso de terciopelo rojo, el último detalle que le quedaba antes de salir de la habitación y dirigirse a su carruaje. Los copos de nieve, que ya se habían adueñado de toda la superficie posible, la acompañaron durante el camino.

—Alteza —la saludó con una reverencia el cochero.

Ella le sonrió antes de entrar. Se agarró al marco, blanco mármol y ribeteado con oro, y se sentó en el mullido asiento del interior. No necesitó indicarle al cochero que arrancara, en seguida lo escuchó azuzar al caballo para que emprendiera la marcha hasta su destino.

Miró por la ventana, perdida en la majestuosidad de la calle. Para ella, su mundo era magia y esplendor, los edificios en ese lado de la ciudad brillaban con cientos de luces y las banderas, con el escudo de su familia, ondeaban con una suave brisa. Estaban de celebración y se respiraba un ambiente alegre. En un callejón le pareció vislumbrar a una familia en torno a un pequeño fuego y a uno de los niños mendigar por unas pocas monedas. Apartó la mirada rápido. Esa noche era para la festividad, ya habría tiempo de hacer alguna donación en otro momento.

No tardó en vislumbrar su destino: El Palacio de Invierno. Le precedían unas colosales puertas de hierro y oro, con columnas de mármol a los lados y el escudo de los Romanov grabado en ellas. Junto a su carruaje, entraron esos ruidosos automóviles, demasiado burdos y ordinarios; no estaban a la altura de una emperatriz.

El palacio ocupaba una gran extensión, dividido en tres alas que la vista no llegaba a abarcar. Pero no importaba, porque el protagonismo era para la entrada de oro, con todo un despliegue de naturaleza cincelado en ella. De las puertas, ahora abiertas, salía una alegre música y cientos de voces mezcladas.

Entró en el salón de baile mientras correspondía, de nuevo, a las reverencias de los nobles súbditos con una sonrisa; aunque la verdadera sonrisa, la que hizo que las arrugas de sus ojos se intensificaran, le salió al ver la gran sala dorada, iluminada por enormes candelabros y decorada con los preciosos retratos de sus familiares de los últimos siglos. Y, como protagonista, en el centro del recargado techo, había una gran bola que representaba los trescientos años de reinado de la familia Romanov, y amparaba bajo su majestuosidad a las decenas de parejas que bailaban entre risas. Adoraba esos bailes.

—Hola cariño —saludó a su nieta.

Recogió la cola de su vestido carmesí y se sentó en el asiento real que le correspondía como emperatriz viuda. Ensanchó su sonrisa al contemplar a su nieta bailar con su padre. A pesar de ser el emperador, Nicolás ahora se parecía más al hijo que crio, jugando con la niña entre bailes. Aún así, no perdió su porte regio, con la mirada dura, enmarcada en una espesa barba, perfectamente alineada con la moda actual, y la espalda recta para destacar en su pecho sus condecoraciones de guerra y la banda que lo distinguía como emperador. A su lado estaba su mujer, la emperatriz Alejandra, con un precioso caftán en color jade y detalles dorados, a juego con su cabello en tonos cobre.

La risa de su nieta, tan parecida a su madre, le llenó el alma e iluminó su corazón. Tenía otros nietos, pero con Anastasia había forjado una unión muy especial. Le hizo una reverencia a su padre, para, enseguida, darse la vuelta y correr hacia ella. Al verla, pensó que brillaba más que cualquier estrella que hubiera en el cielo, y hacía palidecer al mismísimo esplendor que decoraba esa sala de baile.

Al subir los escalones hasta su altura, la vio meter la mano en uno de los bolsillos ocultos de su caftán, igual que el de su madre, y sacar un horrible dibujo de una niña sentada sobre un banco. De entre las muchas cualidades de su nieta, pintar no formaba parte de ellas; a la pobre niña del dibujo le había hecho una poco realista nariz, demasiado chata y empinada, y la hacía asemejarse a un cerdo.

Disney New Adult: AnastasiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora