Libro II - II. San Martín

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San Martín caminaba sobre la cubierta del barco, viendo el horizonte; pero mirando su interior: no podía deshacerse del sentimiento de decepción que había visto en los ojos de su padre, Diego de Alvear.

El viaje fue largo. Con la rapidez que aseguraban los contactos dentro de la logia, había logrado su traslado a Buenos Aires, donde lo esperaban la revolución... y su desconocida madre guaraní. 

Esperaba decepcionar a más gente: el Gobernador Solano, Simón Bolívar, Tomás Guido, su entrañable amigo. Imaginaba como irían a reaccionar todos cuando supieran sus verdaderas intenciones. Sentía temor por su padre, por si este llegaría a entenderlo antes de emprender la excursión. 

San Martín tenía treinta y un años, pero la idea de fallarle a su padre lo hacía sentirse como un niño. Pensaba: ¿Era realmente necesario confrontarlo, decirle algo? ¿Qué le debía él a un padre que lo abandonó? Sabía que ni Carlos ni Diego se preocupaban por él; sólo por lo que pudiera hacer por ellos —por lo que pudiera hacer por la causa. Como dos vendedores hábiles, con discursos ensayados, lo habían arrinconado en una fiesta, presentado ante una sociedad secreta, deslumbrado con la aventura de la revolución y el regalo de un padre y un hermano nuevos.

No lo sabía, pero lo intuía con fuerza.

Suspiró. Quizás no era una mala idea, después de todo: quizás ir contra los deseos del padre lo acercaría a él; quizás al final de esa paradoja podrían abrazarse como el padre y el hijo que, supuestamente, estaban destinados a ser.

Qué importaba. ¿Qué importaba tratar de agradar al padre que lo abandonó... 

¿Lo había abandonado realmente?

El puerto de Buenos Aires estaba cada vez más cerca, había que apurar las reflexiones antes de pisar aquel suelo tan revuelto. ¿Qué otra cosa podría haber hecho un joven marino como Diego de Alvear, cuando pisoteó la ley y se acostó una indígena, en casa del Gobernador Juan de San Martín? Al menos tuvo la decencia de no pedirle a la muchacha que se corte el vientre para desechar al chico. Más aún: pagó religiosamente al Gobernador para que el hijo bastardo sea bien educado y nunca le faltara nada. ¿Qué tanto le debían a él, siendo sinceros? Había recibido mucho más que otros hijos olvidados. Y cuanto más pensaba, más ingrato se sentía, San Martín. Porque las vidas de Diego y Carlos de Alvear habían sido durísimas. Llegando a Cádiz, en 1804, vieron con ojos desesperados cómo una línea de cañonazos hacía estallar el polvorín del barco en el que viajaba su familia. Todos sus hijos, su esposa: a todos ellos vio estallar en pedazos, Diego de Alvear. Carlos tenía catorce años cuando miraba, impotente, furioso y destrozado, cómo su madre y sus hermanos eran tragados por las aguas oscuras del mar.

Pero a su madre sí la habían abandonado. Y no le había costado mucho, al parecer, a Diego de Alvear...

— No vas a preguntarlo, así que te lo diré, joder... —dijo Diego de Alvear.
El barco se bamboleaba— El encuentro con tu madre fue arrebatado, como suelen ser esas cosas, entre marinos y sirvientas tímidas. Tu madre tenía diecisiete... bella y serena. La perseguí varios días. Puede ser que al principio ella no quisiera entregarse... pero no por ello dejé de insistir. Con más fuerza de la que hubiera sido prudente, quizás, no lo sé... Pero yo le gustaba, no había dudas de eso. Me arrepiento de tantas cosas; de verla sólo como una piel oscura, que se negaba a entregarse, a aceptar su inferioridad —Diego no lo vio, pero sintió el odio de San Martín, que miraba al suelo, apretando las mandíbulas— Tienes razón en odiarme, no te culpo. Tengo sesenta años, José. Me da vergüenza hablar así, con tanta honestidad... pero ya estoy demasiado viejo como para tratar de salvarme con explicaciones. Yo era un marino hábil, seguro; pero imbécil también. Arrogante, como la mayoría de los hombres. Ella era una venus morena, exótica, de voz tan suave... cumplidos que me salen fácil, ahora, que la miro con ojos de hombre maduro. Pero... —los ojos de Don Diego empezaron a ahogarse con lágrimas rabiosas, avergonzadas— los odiaba, José, odiaba a todos esos indios. Y al confesarlo se me acalambra el alma de vergüenza, hijo...

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