Turey

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Habían pasado siete días desde que rescató a la chica que cayó del cielo; tuvo que esperar a que los Caribes salieran a explorar para hacerlo. Caminó ese día en medio de cadáveres, el pecho le ardió y el estómago se le agitó cuando respiró la sangre y el hedor nauseabundo de las vísceras.

Anduvo con cautela, si lo atrapaban correría el mismo destino que sus compañeros.

No tardó mucho en encontrarla, la vio suspendida, atada a unas cuerdas. Pensó que estaba muerta hasta que la escuchó emitir un ligero gemido, aún tenía tiempo, aunque fuera poco.

La desató y la tomó entre sus brazos, la herida en su cuello era horrible. Gracias a la guía de los dioses había encontrado un refugio y allí se dedicó a cuidarla. Y en más de una ocasión, tuvo que pelear con la muerte por ella. Aunque no era Behique, cuando se proponía curar a alguien, por lo general, siempre lo lograba.

Le fue difícil encontrar hierbas y alimento con los enemigos merodeando cerca. La joven estaba bastante delicada. Tan solo había despertado, y no del todo, dos veces mientras la cuidaba. Padeció fiebres, deliraba por momentos y hablaba en un idioma raro.

La primera vez que la vio terminaba de ocultar el cuerpo de un guerrero enemigo. Días atrás lo habían emboscado una banda de Caribes.

Como era costumbre, él y un grupo partieron a intercambiar productos, antes de cruzar el gran río unos amigos de una aldea vecina le advirtieron sobre una supuesta expedición hecha por los Caribes por el sitio por donde transitarían.

Turey sugirió que se dividieran; sin embargo, los demás rechazaron sus palabras. Aunque él no era ningún cobarde, pero tomando en cuenta el aproximado que le habían dado, la diferencia era abismal.

Diez guerreros fuertes que custodiaban a más de treinta mujeres nunca podrían doblegar a más de cincuenta hombres malvados sedientos de sangre. Desde su punto de vista, lo primordial era preservar la vida de la mayoría.

Fueron reducidos y casi masacrados. Al final, como lo había pronosticado, tuvieron que dividirse y dispersarse. Su hermana, Tanamá, fue resguardada por su amigo Ararey, mientras tomaba un camino diferente para despistar a sus enemigos.

Cuatro guerreros lo rodearon en medio de una pequeña llanura, lo superaban en número. Mantuvo la mirada al frente de los dos que portaban lanzas. No había forma de saber que tenían los dos que estaban detrás.

No le temía a la muerte, aunque eso resultaba ser un arma de doble filo.

Las lanzas eran mucho más efectivas que un hacha a distancia. Aun así, debía de calcular bien cada movimiento que hiciera. Su primer golpe fue al que estaba a su derecha, se movió con rapidez y comenzó a lanzar molinetes con su hacha, más para asustarlos que con el propósito de lastimarlos.

Los otros al parecer habían bajado la guardia, pensando que ya lo tenían en sus manos. Sin perder el tiempo descargó varios golpes sobre el cuello del segundo mientras esquivaba las estocadas del tercer Caribe, pero no tuvo tanta suerte con las del cuarto que le clavó su lanza sobre su hombro.

Sintió el punzante dolor al perforar su piel, tomó distancia y soltó una carcajada al recordar una de las tantas hazañas de su padre, el valiente Coaxigüey, quien mató a más de veinte guerreros ciguayos en una sola noche. Al parecer, los dioses no le habían otorgado ese tipo de poder en él.

No tuvo que pensarlo dos veces, agitó su hacha como si fuera continuar peleando, entonces en vez de avanzar decidió retroceder y corrió a internarse en lo más profundo del monte.

Estuvo oculto entre los árboles por más de un día, entonces mientras recogía unos frutos se percató de que un hombre avanzaba hacia él, con la flecha en el arco y la cuerda bien tensa. Sopesó sus posibilidades, tendría que idear un nuevo plan de escape una vez más, porque no traía consigo su hacha para defenderse.

Atrapada en el tiempo con el último de los taínosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora