1. Vivianne

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Bajo la luz de la luna, dos jóvenes se hacían promesas. La hierba estaba fría y el viento alborotaba el pelo de la chica, soplando con fuerza, como si intentase competir con los latidos de su corazón, que luchaba por salir del pecho. Era imprudente de su parte. El hacerse promesas y buscar permanencia el uno en el otro. No estaban buscando nada, en realidad. Habían sido tan solo muchos encuentros seguidos, inevitables.

Vivianne sacó unos caramelos del minúsculo bolso que llevaba. Ella nunca se habría comprado un accesorio tal, había sido un regalo. Pero admitía que era bonito. Y servía para guardar lo justo y necesario.

—¿Caramelos?

Sedna aceptó su mano extendida y cogió algunos, extendiendo sus ya familiares hilos negros desde las yemas de sus dedos. Sus sombras formaban parte de él, y desde que las había aceptado, estas se habían integrado en su día a día, en lo cotidiano.

 Le había preguntado ya varias veces de dónde compraba los multicolores dulces, y ella se había negado a responderle. Había probado a seguirla, pero sin éxito. En un final, se rindió. Y Vivianne, que no soportaba verle desanimado, le había confesado la verdad. No te digo de donde los compro, porque quiero comprarlos yo, para compartirlos contigo. En ese momento, Sedna se había quedado estupefacto. ¿Y no podrías decirme el sitio, y así los compro yo para ambos? Vivianne le dijo que se buscase su propia cosa para compartir, y él aceptó el desafío.

Y ahora, tumbado sobre un lecho de flores, con su cabeza apoyada en el regazo de la (su) persona más importante del mundo entero, pensó que la vida no podía mejorar más. Esta era la punta de la montaña, y desde ella se veía Vivianne, se veía todo.

—¿Tienes frío?—preguntó súbitamente. Vivianne clavó sus ojos en el, brillantes, que en opinión de Sedna pertenecían en las estrellas, y negó, suave. El chico se incorporó, y con entusiasmo, desenrolló la gruesa bufanda amarilla de su cuello, y la envolvió también a ella, acercándoles aún más. Y así, a escasos centímetros de su rostro, le susurró.

—Ya he encontrado algo para compartir contigo.

—¿Tu bufanda?—la risa de Vivianne resonó por todo el valle, contagiosa.

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Vivianne abrió los ojos de golpe, despertándose sobresaltada. Una fina capa de sudor la envolvía, y sus ojeras eran la prueba de que aquella no era la primera vez que se despertaba a causa de las pesadillas. Se incorporó escaneando la habitación en busca de la mitad inferior de su cuerpo. Ahí. Sus piernas estaban cruzadas con elegancia sobre la silla del escritorio. Frunció levemente el ceño, concentrada, y desde la otra esquina de la habitación, estas se levantaron y empezaron a caminar hacia la cama uniéndose al resto de su cuerpo con un suave chasquido. Se levantó para mirarse en el espejo que había colgado en la puerta. Tenía ambas orejas y los dos ojos. La nariz también estaba en su sitio. Pero le faltaba un brazo entero. Gruñó frustrada.

Su familia se había mudado hacía poco, y aún no habían traído todas las cajas, y por ende, su saco de dormir, que resultaba la única forma de frenar a su cuerpo de separarse en cuanto caía presa del sueño. Echaba de menos su saco de dormir. Ahora tendría que buscar su brazo por toda la casa. Hizo memoria de los acontecimientos de la noche anterior. Un brillo iluminó sus ojos al acordarse. Lo había olvidado en el salón, tras mirar aquella película con Dolores, su hermana pequeña.

Abrió la puerta con su mano restante, y caminó por el pasillo, desierto a esas horas de la madrugada. Bajó las escaleras, y en efecto, su brazo reposaba sobre la mesa de la cocina. Lo miró fijamente hasta que este empezó a levitar hacia su hombro. Vivianne lo encajó soltando un bostezo. Volvía a ser un ente completo. Su culo le dolía por haber estado toda la noche sentado sobre la silla giratoria de su escritorio a medio montar, así que se lanzó hacia el mullido sofá de color café.

Los Que Son Como NosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora