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Me proclamé como un ser divino,
incomparable, especial.
Intenté ir más allá del nivel que
un ser inferior podría alcanzar.
No necesitaba nada más que
mi propia voz dándome la razón,
brindándome apoyo, elogiando mis ideas.
Lo hice, llegué a esa cima que tan lejos
estaba, aquella que no era para mí.
Entonces caí, envuelto en un calor
abrasador, llorando en agonía,
incinerado en cruda resignación.
Que doloroso el sentir, que la
divinidad no era para mí.
Que no podía llamarme el
dueño del cielo, porque ni
en sueños podría siquiera
rozarlo con los dedos.
Que solo era un simple humano
que desobedeció una orden, y
pagó las consecuencias.
Ardiendo por egoísta
y desterrado por indigno.

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