Lou Había algo inquietante en un cuerpo tocado por la magia. La mayoría de las personas notaban primero el olor: no el hedor a putrefacción, sino una dulzura asfixiante en sus narices, un sabor intenso en sus lenguas. Pocos percibían también un escalofrío en el aire. Un aura flotante sobre la piel del cadáver. Como si la magia misma aún estuviera presente de algún modo, observando y esperando.
Viva.
Claro que, aquellos que eran lo bastante estúpidos como para hablar al respecto terminaban en la hoguera.
En el último año, habían encontrado trece cuerpos en Belterra: más que el doble de la cantidad encontrada en años anteriores. La iglesia había hecho un gran esfuerzo por ocultar las circunstancias misteriosas de cada muerte. Pero todos los cuerpos habían sido enterrados en ataúdes cerrados.
—Allí está. —Coco señaló a un hombre en una esquina. Aunque la luz de las velas sumía la mitad de su rostro en las sombras, era imposible confundir el brocado dorado en su abrigo o el emblema pesado que colgaba de su cuello. Estaba sentado con rigidez en su silla, sin duda incómodo, mientras una mujer con poca ropa permanecía sentada sobre sus muslos rechonchos.
Solo madame Labelle podía dejar esperando a un aristócrata como Pierre Tremblay en el interior de un burdel.
—Vamos. —Coco gesticuló hacia una mesa en la esquina opuesta—. Babette llegará pronto.
—¿Qué clase de imbécil pretencioso viste brocado mientras está de duelo? — pregunté.
Coco miró a Tremblay por encima del hombro y se rio con sorna.
—Un imbécil pretencioso con dinero.
El cuerpo de la hija de Tremblay, Filippa, era el séptimo que había sido encontrado.
Después de su desaparición en medio de la noche, la aristocracia había estado conmocionada. Hasta que apareció con la garganta cortada al borde de L’Eau Mélancolique. Pero eso no fue lo peor. Se habían expandido por todo el reino rumores sobre su cabello plateado y su piel arrugada, sobre sus ojos nublados y sus dedos retorcidos. A los veinticuatro años, la habían transformado en una bruja vieja.
Los pares de Tremblay simplemente no lo comprendían. Ella no había tenido enemigos, no había venganzas en su contra que justificaran semejante violencia.
Pero aunque Filippa no hubiera tenido enemigos, el imbécil pretencioso de su padre los había acumulado traficando objetos mágicos. La muerte de su hija era una advertencia: nadie explotaba a las brujas sin consecuencias.
—Bonjour, messieurs. —Una cortesana con cabello de color miel se aproximó a nosotras, pestañando con esperanza. Me reí al ver que miraba a Coco de modo descarado. Incluso disfrazada de hombre, Coco era preciosa. Aunque las cicatrices destrozaban la hermosa piel morena de unas manos que cubría con guantes, su rostro permanecía suave y sus ojos oscuros brillaban aún en la penumbra—. ¿Puedo tentarles a acompañarme?
—Lo siento, cariño. —Con mi voz más aduladora, di una palmadita en la mano de la cortesana del modo que había visto a otros hombres hacer—. Pero ya estamos reservados esta mañana. Mademoiselle Babette nos acompañará pronto.
La chica hizo un mohín un segundo antes de avanzar hacia nuestro vecino, quien aceptó su invitación con entusiasmo.
—¿Crees que lo ha traído? —Coco observó a Tremblay desde el extremo de su calva hasta la punta de sus zapatos pulidos y se detuvo en sus dedos sin adornos—.
Babette podría haber mentido. Esto podría ser una trampa.
—Quizás Babette sea una mentirosa, pero no es estúpida. No nos delatará antes de recibir su pago. —Observé a las otras cortesanas con fascinación mórbida. Con las cinturas encinchadas y el busto prominente, bailaban con agilidad entre los clientes como si sus corsés no estuvieran asfixiándolas lentamente.
Sin embargo, para ser justa, muchas no vestían corsés. O prenda alguna.
—Tienes razón. —Coco extrajo una moneda de su abrigo y la lanzó sobre la mesa —. Será después.
—Ah, mon amour, me hieres. —Babette apareció a nuestro lado, sonriendo y tocando el borde de mi sombrero. A diferencia de sus iguales, la mayor parte de su piel estaba envuelta en seda roja. Una capa gruesa de maquillaje blanco cubría el resto… y sus cicatrices. Subían por sus brazos y su pecho en un patrón similar a las de Coco—. Y por diez couronnes doradas más, nunca soñaría con traicionarte.
—Buenos días, Babette. —Riendo, apoyé un pie sobre la mesa y recliné el cuerpo sobre las patas traseras de mi silla—. ¿Sabes?, es sorprendente el modo en que siempre apareces segundos después que el dinero. ¿Puedes olerlo? —Miré a Coco, cuyos labios estaban fruncidos en su esfuerzo por no sonreír—. Es como si pudiera olerlo.
—Bonjour, Louise. —Babette besó mi mejilla antes de inclinarse hacia Coco y bajar la voz—. Cosette, estás encantadora, como siempre.
Coco puso los ojos en blanco.
—Llegas tarde.
—Disculpadme. —Babette inclinó la cabeza con una sonrisa edulcorada—. Pero no os había reconocido. Nunca comprenderé por qué las mujeres hermosas insisten en disfrazarse de hombres… —Las mujeres sin compañía llaman demasiado la atención. Lo sabes. — Tamborileé los dedos en la mesa con una calma obtenida a base de práctica y me obligué a sonreír—. Cualquiera de nosotras podría ser una bruja.
—¡Bah! —Guiñó un ojo con complicidad—. Solo un tonto confundiría a dos muchachas encantadoras como vosotras con criaturas despreciables y violentas.
—Por supuesto. —Asentí y tiré de mi sombrero para cubrir más mi rostro. Las dames blanches podían moverse por la sociedad prácticamente sin ser detectadas. La mujer de piel rosada que estaba sobre Tremblay podía ser una de ellas. O la cortesana de pelo de color miel que acababa de desaparecer por la escalera—. Pero con la iglesia el fuego viene primero. Las preguntas después. Es una época peligrosa para ser mujer.
—Aquí no. —Babette extendió los brazos y curvó sus labios en una sonrisa—.
Aquí estamos a salvo. Aquí, nos idolatran. La oferta de mi ama sigue en pie… —Tu ama nos quemaría a ti y a nosotras si supiera la verdad. —Centré mi atención de nuevo en Tremblay, cuya riqueza evidente había atraído a dos cortesanas más. Él rechazaba con cortesía sus intentos de quitarle los pantalones—.
Hemos venido aquí por él.
Coco colocó nuestra bolsa con monedas sobre la mesa.
—Diez couronnes doradas, como prometimos.
Babette olisqueó y alzó la nariz en el aire.
—Mmm… Creo recordar que eran veinte.
—¿Qué? —Mi silla cayó al suelo con estruendo. Los clientes cercanos parpadearon en nuestra dirección, pero los ignoré—. Habíamos acordado diez.
—Eso fue antes de que hirierais mis sentimientos.
—Maldita sea, Babette. —Coco apartó el dinero antes de que Babette pudiera tocarlo—. ¿Sabes cuánto tiempo nos lleva ahorrar esa cantidad de dinero?
Hice un esfuerzo por mantener la voz calmada.
—Ni siquiera sabemos si Tremblay tiene el anillo.
Babette solo se encogió de hombros y extendió la palma de la mano.
—No es mi culpa que insistáis en cortar bolsos en la calle como criminales comunes. Ganaríais tres veces más por noche aquí en el Bellerose, pero sois demasiado orgullosas.
Coco respiró hondo y apretó los puños sobre la mesa.
—Escucha, lamentamos haber herido tu sensibilidad frágil, pero acordamos pagar diez. No podemos permitirnos… —Oigo las monedas en tu bolsillo, Cosette.
Miré a Babette con incredulidad.
—Vaya, eres un maldito sabueso.
—Vamos —Sus ojos brillaron un instante—, os invito aquí con un alto riesgo personal para escuchar a escondidas los negocios de mi ama con Monsieur Tremblay y, sin embargo, me insultáis como si fuera una… Pero en aquel preciso instante, una mujer alta de mediana edad bajó con elegancia la escalera. Su atuendo de color esmeralda oscuro acentuaba su cabello en llamas y su silueta de reloj de arena. Tremblay se puso de pie inmediatamente ante su aparición y las cortesanas de alrededor, incluso Babette, hicieron reverencias.
Era bastante extraño ver a mujeres desnudas hacer reverencias.
Sujetando los brazos de Tremblay con una sonrisa amplia, madame Labelle besó sus mejillas y susurró algo que no pude oír. El pánico se disparó en mí cuando entrelazó su brazo con el de él y lo guio por la sala hacia la escalera.
Babette nos observó por el rabillo del ojo.
—Decidid rápido, mes amours. Mi ama es una mujer ocupada. Sus negocios con Monsieur Tremblay no tardarán mucho.
La fulminé con la mirada, resistiendo la urgencia de rodear su cuello bonito conmis manos y ejercer presión.
—¿Podrías al menos decirnos qué comprará tu ama? Debe de haberte dicho algo.
¿Es el anillo? ¿Tremblay lo tiene?
Ella sonrió con satisfacción.
—Quizás…por otras diez couronnes.
Coco y yo compartimos una mirada sombría. Si Babette no tenía cuidado, pronto descubriría lo despreciables y violentas que podíamos ser.
El Bellerose tenía doce salones de lujo para que sus cortesanas entretuvieran a los clientes, pero Babette no nos llevó a ninguno de ellos. En vez de eso, abrió la decimotercera puerta sin marcar que estaba al final del pasillo y nos instó a entrar.
—Bienvenidas, mes amours, a los ojos y oídos del Bellerose.
Parpadeando, esperé a que mis ojos se habituaran a la oscuridad de aquel pasillo nuevo y más angosto. Doce ventanas rectangulares, grandes y espaciadas en intervalos regulares sobre una pared, permitían la entrada de un resplandor de luz sutil. Sin embargo, al inspeccionarlo mejor, noté que no eran ventanas sino retratos.
Deslicé un dedo por la nariz del retrato más cercano a mí: una mujer hermosa con curvas voluptuosas y una sonrisa atrayente.
—¿Quiénes son?
—Cortesanas famosas del pasado. —Babette hizo una pausa para contemplar a la mujer con una expresión de anhelo—. Mi retrato algún día reemplazará al suyo.
Frunciendo el ceño, me acerqué para inspeccionar a la mujer en cuestión. Su imagen estaba espejada de algún modo, los colores eran tenues, como si ese fuera el dorso de la pintura. Y… santo cielo.
Dos pestillos dorados cubrían sus ojos.
—¿Son mirillas? —preguntó Coco con incredulidad, acercándose más—. ¿Qué clase de circo macabro es este, Babette?
—¡Shhh! —Babette alzó rápido un dedo hacia sus labios—. Los ojos y los oídos, ¿recordáis? Oídos. Debéis susurrar en este lugar.
No quería imaginarme el propósito de aquella característica arquitectónica. Sin embargo, sí quería imaginar el baño largo que me daría cuando regresara a casa en el teatro. Habría fricción. Fricción enérgica. Solo rogaba que mis ojos sobrevivieran.
Antes de que pudiera expresar en voz alta mi disgusto, dos sombras se movieron en mi periferia. Me giré, colocando la mano con rapidez sobre el cuchillo en mi bota, antes de que las sombras cobraran forma. Me paralicé cuando dos hombres horriblemente familiares y desagradables me miraron de modo lascivo.
Andre y Grue.
Fulminé a Babette con la mirada, aún con el cuchillo apretado en mi puño.
—¿Qué hacen ellos aquí?
Ante el sonido de mi voz, Andre inclinó el cuerpo hacia adelante, parpadeando despacio en la oscuridad.
—¿Esa es…?
Grue observó mi rostro, ignoró mi bigote y detuvo la mirada en mis cejas oscuras, mis ojos de color turquesa, mi nariz con pecas y mi piel bronceada. Una sonrisa maliciosa apareció en su rostro. Tenía un diente roto. Y amarillento.
—Hola, Lou Lou.
Lo ignoré y le dirigí a Babette una mirada fulminante.
—Esto no era parte del trato.
—Oh, relájate, Louise. Están trabajando. —Se acomodó en una de las sillas de madera que ellos acababan de abandonar—. Mi ama los ha contratado como seguridad.
—¿Seguridad? —Coco se mofó y hurgó en su abrigo en busca de su propio cuchillo. Andre enseñó los dientes—. ¿Desde cuándo el voyerismo es considerado seguridad?
—Si alguna vez nos sentimos incómodas con un cliente, lo único que hacemos es golpear dos veces y estos encantadores caballeros intervienen. —Babette señaló los retratos perezosamente con el pie y dejó expuesto un tobillo pálido y con cicatrices —. Son puertas, mon amour. Acceso inmediato.
Madame Labelle era una idiota. Esa era la única explicación para semejante… bueno, idiotez.
Andre y Grue, dos de los ladrones más estúpidos que conocía, trasgredían constantemente nuestro territorio en el East End. Donde fuéramos, ellos nos seguían. En general iban dos pasos por detrás. Y donde fuera que ellos iban, la policía inevitablemente también lo hacía. Los dos eran grandes, feos y ruidosos, y carecían de la sutileza y la habilidad necesaria para prosperar en el East End. Y de inteligencia.
Me aterraba pensar en lo que harían ellos con acceso inmediato a cualquier cosa. En especial al sexo y a la violencia. Y aquellos quizás eran los vicios menos graves que tenían lugar entre las paredes de ese burdel, si es que esa transacción de negocios servía como ejemplo.
—No te preocupes. —Como si leyera mi mente, Babette les sonrió a los dos—. Mi ama os matará si filtráis información. ¿No es así, messieurs?
La sonrisa de los hombres desapareció y por fin noté la decoloración alrededor de sus ojos. Moretones. Seguí sin bajar mi cuchillo.
—¿Y qué evita que le entregue información a tu ama?
—Bueno… —Babette se puso de pie y pasó a nuestro lado hasta llegar a un retrato que estaba en un extremo del pasillo. Alzó la mano hacia el pequeño botón dorado junto a la pintura—. Supongo que eso depende de qué estéis dispuestas a darle.
—Qué tal si os doy a todos vosotros una cuchillada en el… —¡Ah, ah, ah! —Babette presionó el botón mientras yo avanzaba con el cuchillo en alto y los pestillos sobre los ojos de la cortesana se abrieron. Las voces lejanas de madame Labelle y Tremblay llenaron el pasillo.
—Piénsalo bien, mon amour —susurró Babette—. Tu valioso anillo podría estar en la habitación contigua. Ven, míralo tú misma. —Se hizo a un lado, con el dedo aún sobre el botón, y permitió que yo me detuviera frente al retrato.
Susurrando un insulto, me puse de puntillas para ver a través de los ojos de la cortesana.
Tremblay dibujaba un sendero sobre la alfombra de felpa floreada del salón.
Parecía más pálido en esa habitación pastel, donde el sol matutino lo bañaba todo con una suave luz dorada, y el sudor cubría su frente. Se lamía los labios con nerviosismo y miraba a madame Labelle, quien lo observaba desde un diván junto a la puerta. Incluso sentada, exudaba una elegancia digna de la realeza, con su cuello recto y las manos juntas.
—Tranquilo, monsieur Tremblay. Le garantizo que obtendré los fondos necesarios en una semana. A lo sumo en dos.
Él sacudió la cabeza con brusquedad.
—Es demasiado tiempo.
—Uno podría decir que no es ni por asomo tiempo suficiente para el precio que pide. Solo el rey podría costear esa suma astronómica, y a él no le sirven de nada los anillos mágicos.
Con el corazón atascado en la garganta, me aparté para mirar a Coco. Ella frunció el ceño y buscó más couronnes en su abrigo. Andre y Grue las aceptaron con sonrisas alegres.
Me prometí que los despellejaría vivos después de robar el anillo y centré mi atención de nuevo en el salón.
—¿Y…? ¿Y si le dijera que tengo otro comprador interesado? —preguntó Tremblay.
—Lo llamaría mentiroso, Monsieur Tremblay. A duras penas podría continuar alardeando de que posee sus mercancías después de lo ocurrido con su hija.
Tremblay se giró para enfrentarse a ella.
—No hable de mi hija.
Alisando su falda, madame Labelle lo ignoró por completo.
—De hecho, me sorprende bastante que aún esté en el mercado negro de la magia.
No tiene otra hija, ¿verdad?
Cuando no respondió, la sonrisa de la mujer se volvió pequeña y cruel.
Triunfante.
—Las brujas son despiadadas. Si se enteran de que usted posee el anillo, la ira que desatarán sobre el resto de su familia será… desagradable.
Con el rostro púrpura, él dio un paso hacia ella.
—No aprecio su insinuación.
—Entonces aprecie mi amenaza, monsieur. No me enfurezca, o será lo último que haga.
Reprimiendo un bufido, miré de nuevo a Coco, quien ahora temblaba con una risa silenciosa. Babette nos fulminó con la mirada. Dejando de lado los anillos mágicos, esa conversación bien podría haber valido cuarenta couronnes. Hasta el teatro se ruborizaba ante aquel melodrama.
—Ahora, dígame —ronroneó madame Labelle—: ¿tiene otro comprador?
—Putain. —Él la fulminó con la mirada varios segundos antes de sacudir la cabeza a regañadientes—. No, no tengo otro comprador. He pasado meses renunciando a todos los vínculos con mis antiguos contactos, purgando todo mi inventario, y aun así este anillo… —Tragó con dificultad y el calor en su expresión desapareció—.
Temo hablar sobre él con cualquiera, por miedo a que los demonios descubran que lo tengo.
—No ha sido sabio por su parte ofrecer cualquiera de sus objetos.
Tremblay no respondió. Su mirada permaneció distante, atormentada, como si viera algo que nosotros no podíamos ver. Sentí una obstrucción inexplicable en la garganta. Ajena al sufrimiento del hombre, madame Labelle continuó con crueldad.
—Si no lo hubiera hecho, quizás la adorable Filippa aún estaría con nosotros… Él alzó la cabeza bruscamente al oír el nombre de su hija y sus ojos, que ya no estaban atormentados, brillaron con determinación feroz.
—Me aseguraré de que los demonios ardan por lo que le hicieron.
—Qué tonto por su parte.
—¿Disculpe?
—Me ocupo de estar al tanto de los asuntos de mis enemigos, monsieur. —Se puso de pie con elegancia y él retrocedió medio paso con torpeza—. Dado que ellos ahora también son sus enemigos, debo darle un consejo: es peligroso involucrarse en los asuntos de las brujas. Olvide su venganza. Olvide todo lo que ha aprendido sobre este mundo de sombras y magia. Esas mujeres lo aventajan mucho y usted es tristemente inadecuado para enfrentarse a ellas. La muerte es el tormento más amable que ellas imparten: un regalo entregado solo a aquellos que se lo han ganado. Usted debería haberlo aprendido con lo de la adorable Filippa.
Él retorció la boca y enderezó la columna cuan largo era, mientras balbuceaba furioso. Madame Labelle aún lo superaba en altura por varios centímetros.
—Ha… Ha cruzado la línea.
Madame Labelle no se apartó de él. En cambio, deslizó una mano por su atuendo, sin inmutarse, y extrajo un abanico de entre los pliegues de su falda. Un cuchillo asomaba la punta por el mango.
—Veo que la cortesía ha terminado. Muy bien. Hablemos de negocios. —Extendió el objeto con un solo movimiento y lo agitó entre ellos. Tremblay miró la punta del cuchillo con cautela y cedió un paso—. Si desea que le quite el peso del anillo, lo haré aquí y ahora… por cinco mil couronnes doradas de las que pidió.
Un sonido ahogado extraño surgió de su garganta.
—Está loca… —Si no —prosiguió ella, con la voz más severa—, se irá de este lugar con una soga alrededor del cuello de su hija. Se llama Célie, ¿verdad? La Dame des Sorcières disfrutará al drenarle su juventud, beber el resplandor de su piel, el brillo de su cabello. Quedará irreconocible cuando las brujas terminen con ella. Vacía. Rota.
Igual que Filippa.
—Usted… Usted… —Tremblay abrió los ojos de par en par y una vena apareció en su frente sudorosa—. Fille de pute! No puede hacerme esto. No puede… —Vamos, monsieur, no tengo todo el día. El príncipe ha regresado de Amandine y no quiero perderme la celebración.
La mandíbula del hombre sobresalía hacia adelante, obstinada.
—No… No lo tengo encima.
Maldije. La decepción me aplastó, amarga y afilada. Coco susurró un insulto.
—No le creo. —Madame Labelle caminó hacia la ventana del otro lado del cuarto y miró hacia abajo—. Ah, Monsieur Tremblay, ¿cómo es posible que un caballero como usted deje a su hija esperando fuera de un burdel? Es una presa muy fácil.
Sudando ahora sin parar, Tremblay se apresuró a dar la vuelta a sus bolsillos.
—¡Le juro que no lo tengo! ¡Mire, mire! —Acerqué más el rostro mientras él vaciaba el contenido de los bolsillos frente a ella: un pañuelo bordado, un reloj de bolsillo de plata y un puñado de couronnes de cobre. Pero ningún anillo—. Por favor, ¡deje en paz a mi hija! ¡Ella no tiene nada que ver en esto!
Era un espectáculo tan penoso que podría haber sentido lástima por él… si no hubiera arruinado mis planes. Sin embargo, ver sus extremidades temblorosas y su rostro pálido me llenó de un placer vengativo.
Madame Labelle parecía compartir mi sentimiento. Suspiró de modo teatral, dejó caer la mano de la ventana y, curiosamente, se giró para mirar directamente al retrato detrás del cual estaba yo de pie. Tropecé hacia atrás, aterricé de lleno sobre mi trasero y reprimí un insulto.
—¿Qué pasa? —susurró Coco mientras se agazapaba a mi lado. Babette soltó el botón con el ceño fruncido.
—¡Shhhh! —Sacudí las manos con energía, señalando el salón. Pronuncié las palabras sin emitir sonido, no me atrevía a hablar: Creo que me ha visto.
Coco abrió los ojos de par en par, alarmada.
Todos nos quedamos paralizados cuando su voz sonó más cercana, amortiguada, pero audible a través del muro delgado.
—Por favor, se lo ruego, monsieur… ¿Dónde está entonces?
Mierda. Coco y yo intercambiamos miradas incrédulas. Aunque no me atrevía a regresar al retrato, me acerqué más a la pared, mi respiración era cálida e incómoda sobre mi rostro. Respóndele, supliqué en silencio. Dínoslo.
Milagrosamente, Tremblay cumplió, y su respuesta vehemente fue más armoniosa que la mejor de las músicas.
—Está guardado bajo llave en mi casa, salope ignorante… —Eso bastará, Monsieur Tremblay. —Cuando abrieron la puerta de su salón, prácticamente podía ver la sonrisa de la mujer. Era igual que la mía—. Espero por el bien de su hija que no esté mintiendo. Iré a su casa al alba con su dinero. No me haga esperar.