Capítulo 2 Le chasseur Lou —Te escucho.
Sentado en la patisserie atestada de clientes, Bas se llevó a los labios una cucharada de chocolat chaud, con cuidado de no verter ni una gota sobre el pañuelo de encaje que llevaba en el cuello. Reprimí la necesidad de salpicarlo con el mío. Para lo que habíamos planeado, necesitábamos que estuviera de buen humor.
Nadie podía estafar a un aristócrata mejor que Bas.
—Es así —dije, apuntando mi cuchara hacia él—: puedes robar todo lo demás que esté en la bóveda de Tremblay como pago, pero el anillo es nuestro.
Él inclinó el cuerpo hacia delante y posó sus ojos oscuros en mis labios. Cuando limpié, molesta, el chocolat de mi bigote, él sonrió.
—Ah, sí. Un anillo mágico. Debo admitir que me sorprende tu interés en un objeto semejante. Creí que habías renunciado a toda clase de magia, ¿no?
—El anillo es diferente.
Sus ojos encontraron de nuevo mis labios.
—Por supuesto que lo es.
—Bas. —Chasqueé los dedos con energía—. Concéntrate, por favor. Esto es importante.
Cuando llegué a Cesarine, creía que Bas era bastante apuesto. Lo suficiente como para cortejarlo. Sin duda, lo suficiente como para besarlo. Desde el otro lado de la mesa, miré la línea oscura de su mandíbula. Aún tenía una pequeña cicatriz allí, justo debajo de la oreja, oculta en la sombra de su vello facial, donde lo había mordido durante una de nuestras noches más apasionadas.
Suspiré con arrepentimiento ante el recuerdo. Él tenía una piel de color ámbar preciosa. Y un trasero pequeño muy firme.
Se rio como si leyera mi mente.
—De acuerdo, Louey, intentaré poner en orden mis pensamientos… siempre y cuando tú hagas lo mismo. —Revolviendo su chocolat, reclinó la espalda con una sonrisa—. Así que… deseas robarle a un aristócrata y, por supuesto, has acudido al experto en busca de consejo.
Resoplé, pero me mordí la lengua. Como primo tercero de un barón, Bas tenía la particularidad de pertenecer a la aristocracia y no ser parte de ella al mismo tiempo.
La fortuna de su pariente le permitía vestir las modas más elegantes y asistir a las mejores fiestas; sin embargo, los aristócratas no se molestaban en recordar su nombre. Un desliz útil, dado que él solía asistir a esas fiestas para quitarles sus objetos de valor.
—Una decisión sabia —prosiguió él—, dado que los idiotas como Tremblay utilizan capas y capas de seguridad: puertas, cerrojos, guardias y perros, por nombrar algunos ejemplos. Probablemente más después de lo que ocurrió con su hija. Las brujas la secuestraron en medio de la noche, ¿verdad? Debe de haber aumentado la seguridad.
Filippa comenzaba a convertirse en un verdadero dolor de cabeza.
Frunciendo el ceño, miré hacia la ventana de la patisserie. Toda clase de masas dulces yacían allí en una exhibición gloriosa: pasteles glaseados, panes dulces y tartaletas de chocolat, al igual que macarons y bollos frutales de todos los colores. Los éclairs de frambuesa y la tarte tatin de manzana completaban la vitrina.
Sin embargo, entre toda aquella decadencia, los inmensos bollos pegajosos llenos de canela y crema dulce lograron que se me hiciera agua la boca.
En ese instante, Coco ocupó el asiento vacío entre nosotros. Lanzó un plato con bollos pegajosos hacia mí.
—Toma.
Podría haberla besado.
—Eres una diosa. Lo sabes, ¿cierto?
—Por supuesto. Pero no esperes que sostenga tu cabello mientras vomitas luego.
Ah, y me debes una couronne de plata.
—Claro que no. También es mi dinero… —Sí, pero puedes quitarle un bollo pegajoso a Pan en cualquier momento. La couronne es la tarifa por el servicio.
Miré por encima del hombro hacia el muchacho bajo y regordete que estaba detrás del mostrador: Johannes Pan, pastelero extraordinario y un imbécil. Sin embargo, lo más importante era que era amigo cercano de Mademoiselle Lucida Bretton y su confidente.
Yo era mademoiselle Lucida Bretton. Con una peluca rubia.
A veces, no quería ponerme el traje… y descubrí rápido que Pan tenía debilidad por el sexo más débil. La mayor parte de los días solo tenía que ponerle ojitos.
Otros, tenía que ser un poco más… creativa. Le lancé a Bas una mirada encubierta.
Él no sabía que había cometido toda clase de actos atroces contra la pobre mademoiselle Bretton durante los últimos dos años.
Pan no podía soportar las lágrimas de una mujer.
—Hoy voy vestida de hombre. —Tomé el primer bollo y coloqué la mitad del dulce en mi boca sin decoro—. Ademash, él preshiere… —Tragué con dificultad, con los ojos húmedos— a las rubias.
El calor brotó de la mirada oscura de Bas mientras me observaba.
—Entonces el caballero tiene mal gusto.
—Puaj. —Coco hizo una arcada, poniendo los ojos en blanco—. Cálmate, ¿quieres?
El coqueteo no te sienta bien.
—Ese traje no te sienta bien.
Dejé que discutieran mientras centraba mi atención de nuevo en los bollos.
Aunque Coco había procurado traer lo suficiente como para alimentar a cinco personas, acepté el desafío. Sin embargo, después de tres bollos, los dos restantes vencieron mi apetito. Aparté el plato con brusquedad.
—No podemos darnos el lujo del tiempo, Bas. —Los interrumpí justo cuando Coco parecía a punto de saltar sobre él desde el extremo opuesto de la mesa—. El anillo desaparecerá por la mañana, así que debemos hacerlo hoy. ¿Nos ayudas o no?
Él frunció el ceño ante mi tono.
—Personalmente, no entiendo por qué tanto alboroto. No necesitas un anillo de invisibilidad para tu seguridad. Sabes que puedo protegerte.
Pff. Promesas vacías. Quizás por eso había dejado de quererlo.
Bas era muchas cosas, encantador, astuto, implacable, pero no era protector. Le preocupaban cosas más importantes, como salvar su propio pellejo ante el menor indicio de problemas. No estaba resentida con él por ello. Después de todo, era un hombre y lo había más que compensado con sus besos.
Coco lo fulminó con la mirada.
—Como hemos dicho, varias veces, el anillo otorga más que invisibilidad al portador.
—Ah, mon amie, debo confesar que no estaba escuchando.
Cuando sonrió y le lanzó un beso desde el extremo opuesto de la mesa, Coco apretó los puños.
—Bordel! Lo juro, uno de estos días, te… Intervine antes de que ella pudiera cortarle una arteria.
—Hace que el portador sea inmune a los encantamientos. Parecido a los cuchillos Balisarda de los chasseurs. —Miré a Bas a los ojos—. Sin duda comprendes lo útil que podría ser para mí.
Su sonrisa desapareció. Despacio, extendió la mano para tocar el pañuelo en mi cuello, deslizó los dedos hacia mi cicatriz oculta. Un escalofrío recorrió mi columna.
—Pero ella no te ha encontrado. Aún estás a salvo.
—Por ahora.
Me miró un instante largo, con la mano en alto hacia mi garganta. Finalmente, suspiró.
—¿Y estás dispuesta a hacer lo que sea para obtener ese anillo?
—Sí.
—¿Incluso… magia?
Tragué con dificultad, entrelacé mis dedos con los de él y asentí. Él dejó caer nuestras manos unidas sobre la mesa.
—De acuerdo, entonces. Te ayudaré. —Miró por la ventana y seguí sus ojos. Más y más personas se habían reunido para el desfile del príncipe. Aunque la mayoría reía y conversaba con entusiasmo tangible, la incomodidad supuraba bajo la superficie: en la tensión de sus bocas y los movimientos breves y veloces de sus ojos —. Esta noche —prosiguió—, el rey ha organizado un baile de bienvenida para su hijo, que regresa de Amandine. Toda la aristocracia ha sido invitada… incluso monsieur Tremblay.
—Qué conveniente —susurró Coco.
Todos nos pusimos tensos por la conmoción en la calle y clavamos los ojos en los hombres que aparecieron entre la multitud. Cubiertos con chaquetas azul brillante, marchaban en filas de tres (cada pum, pum, pum de sus botas estaba en sincronía perfecta) con dagas plateadas sobre sus corazones. Los guardias los flanqueaban a cada lado, gritando e indicándoles a los transeúntes que fueran a la acera.
Chasseurs.
Habiendo jurado lealtad a la Iglesia como cazadores, los chasseurs protegían al reino de Belterra de lo oculto: específicamente, de las Dames blanches o brujas letales, que atentaban contra los prejuicios mezquinos de Belterra. La furia contenida latía por mis venas mientras observaba a los chasseurs avanzar. Como si nosotras fuéramos las intrusas. Como si antes esta tierra no nos hubiera pertenecido.
No es tu lucha. Alcé el mentón y aparté la idea de mi mente. La pelea milenaria entre la Iglesia y las brujas ya no me afectaba: no desde que había dejado atrás el mundo de la brujería.
—No deberías estar aquí fuera, Lou. —Los ojos de Coco siguieron a los chasseurs mientras ellos formaban en la calle y evitaban que cualquiera se aproximara a la familia real. El desfile comenzaría pronto—. Deberíamos reunirnos de nuevo en el teatro. Una multitud de este tamaño es peligrosa. Sin duda atraerá problemas.
—Estoy disfrazada. —Era difícil hablar con el bollo pegajoso en mi boca, así que me lo tragué con esfuerzo—. Nadie me reconocerá.
—Andre y Grue te han reconocido.
—Solo por mi voz… —No me reuniré en ninguna parte hasta que el desfile termine. —Bas soltó mi mano, se puso de pie y le dio una palmadita a su chaleco con una sonrisa lasciva—.
Una multitud de este tamaño es un pozo glorioso de dinero y planeo ahogarme en él. Con vuestro permiso.
Inclinó el sombrero y caminó entre las mesas de la patisserie hasta alejarse de nosotras. Coco se puso de pie de un salto.
—Ese bastardo romperá su promesa en cuanto desaparezca. Probablemente nos entregará a los guardias… o peor, a los chasseurs. No sé por qué confías en él.
Aún era motivo de discusión en nuestra amistad que yo le hubiera revelado a Bas mi verdadera identidad. Mi verdadero nombre. No importaba que hubiera ocurrido después de una noche con demasiado whiskey y besos. Consumí el último bollo esforzándome por evitar la mirada de Coco, intentando no arrepentirme de mi decisión.
El arrepentimiento no cambiaba nada. Ahora no tenía más opción que confiar en él. Estábamos inevitablemente conectados.
Ella suspiró, resignada.
—Lo seguiré. Tú sal de aquí. ¿Nos encontramos en el teatro en una hora?
—Es una cita.
Salí de la patisserie pocos minutos después de que lo hicieran Coco y Bas. En el exterior, cientos de chicas estaban apiñadas al borde de la histeria ante la posibilidad de ver al príncipe. Pero un hombre bloqueaba la entrada.
Era realmente inmenso, me superaba en altura y complexión, tenía una espalda amplia y brazos poderosos tensados sobre la lana oscura de su abrigo. Él también miraba hacia la calle, pero no parecía observar el desfile. Tenía los hombros rígidos, los pies plantados como si se preparara para una pelea.
Tosí y le toqué la espalda. No se movió. Lo toqué de nuevo. Movió el cuerpo levemente, pero no lo suficiente como para que yo pasara.
Bien. Poniendo los ojos en blanco, clavé mi hombro en el lateral de su cuerpo e intenté avanzar entre su cintura y el marco de la puerta. Él pareció notar ese contacto, porque por fin se giró… y golpeó de lleno mi nariz con su codo.
—¡Mierda! —Sujeté mi nariz, tropecé hacia atrás y aterricé sobre mi trasero por segunda vez esa mañana. Las lágrimas traicioneras brotaron en mis ojos—. ¿Qué problema tienes?
Extendió una mano ágil.
—Discúlpeme, monsieur. No le he visto.
—Está claro. —Ignoré su mano y me puse de pie sola. Me limpié los pantalones e intenté pasar a su lado, pero él bloqueó el paso una vez más. Su abrigo se abrió con el movimiento y dejó expuesta una bandolera atada a su pecho. Cuchillos de todas formas y tamaños brillaron ante mí, pero el cuchillo enfundado sobre su corazón fue el que hizo que el mío se quedara duro como una piedra. Resplandeciente y plateado, estaba adornado con un zafiro grande que centelleaba amenazante en la empuñadura.
Chasseur.
Incliné la cabeza. Mierda.
Respiré hondo, me obligué a mantener la calma. Él no era un peligro con mi disfraz actual. No había hecho nada mal. Olía a canela, no a magia. Además, ¿acaso los hombres no compartían cierta clase de camaradería implícita? ¿Una comprensión mutua de su propia importancia colectiva?
—¿Está herido, monsieur?
Cierto. En ese momento yo era un hombre. Podía hacer aquello.
Me obligué a alzar la vista.
Más allá de su altura obscena, lo primero que noté fueron los botones de latón de su abrigo: combinaban con su cabello cobre, que brillaba bajo el sol como un faro.
En conjunto, con su nariz recta y su boca carnosa, era inesperadamente apuesto para ser chasseur. Irritantemente apuesto. No pude evitar observarlo. Las pestañas gruesas enmarcaban sus ojos del color exacto del mar.
Ojos que en ese instante me observaban con perplejidad desvergonzada.
Mierda. Me llevé la mano al bigote, que colgaba de mi rostro debido a la caída.
Bueno, había sido un esfuerzo valiente. Y si bien los hombres podían ser orgullosos, las mujeres sabían cuándo huir a toda velocidad de una situación mala.
—Estoy bien. —Incliné la cabeza con rapidez e intenté pasar a su lado, ahora ansiosa por poner la mayor distancia posible entre los dos. Aunque aún no había hecho nada malo, no tenía sentido tentar a la suerte. A veces, respondía con un golpe—. Solo mira por dónde vas la próxima vez.
Él no hizo movimiento alguno.
—Sois una mujer.
—Qué perspicaz. —De nuevo, intenté pasar por su lado, esta vez con un poco más de fuerza de la necesaria, pero él me sujetó del codo.
—¿Por qué vestís como un hombre?
—¿Habéis usado alguna vez un corsé? —Me giré para mirarlo y pegué mi bigote en su lugar con la mayor dignidad que pude reunir—. No me haríais esa pregunta si lo hubierais hecho. Los pantalones son muchísimo más liberadores.
Me miraba como si un brazo hubiera crecido de mi frente. Lo fulminé con la vista y él sacudió levemente la cabeza como si intentara aclarar sus pensamientos.
—Lo… lo siento, mademoiselle.
Ahora las personas nos miraban. Tiré en vano de mi brazo, el comienzo del pánico revoloteaba en mi estómago.
—Suélteme… Él aferró con más fuerza mi codo.
—¿La he ofendido de alguna manera?
Perdí por completo la paciencia e intenté apartarme de él con todas mis fuerzas.
—¡Me has roto el trasero!
Quizás mi vulgaridad fue lo que le impactó, pero él me soltó como si lo hubiera mordido, mirándome con un desprecio que lindaba con la repulsión.
—Nunca en la vida he oído a una dama hablar de ese modo.
Ah. Los chasseurs eran hombres santos. Probablemente creía que yo era el diablo.
No habría estado equivocado.
Le ofrecí una sonrisa felina mientras me alejaba poco a poco, pestañando y haciendo mi mejor imitación de Babette. Al ver que no hacía movimiento alguno para detenerme, la tensión en mi pecho desapareció un poco.
—Pasas tiempo con las damas equivocadas, Chass.
—Entonces, ¿eres una cortesana?
Me hubiera enfurecido de no haber conocido a varias cortesanas perfectamente respetables… Babette no estaba entre ellas. Maldita extorsionadora. Suspiré con dramatismo.
—Cielos, no, y hay corazones rotos por toda Cesarine por ello.
Él tensó la mandíbula.
—¿Cómo te llamas?
Un estallido de vítores estridentes evitó que respondiera. La familia real por fin había doblado en la esquina de nuestra calle. El chasseur se giró un segundo, pero eso fue todo lo que necesité. Me deslicé detrás de un grupo particularmente entusiasta de muchachas que gritaban el nombre del príncipe en un tono que solo los perros deberían haber oído, y desaparecí antes de que él se girara de nuevo.
Sim embargo, los codos me empujaban de todos los ángulos y pronto comprendí que era demasiado pequeña, demasiado baja, demasiado delgada, para abrirme paso entre la multitud. Al menos era imposible hacerlo sin empujar a nadie con mi cuchillo. Devolví algunos codazos y busqué un terreno más alto para esperar a que la procesión terminara. Algún lugar fuera de vista.
Allí.
Con un salto, me aferré al alfeizar de un viejo edificio de arenisca, escalé por el tubo del desagüe y subí al techo. Apoyé los codos en la balaustrada y observé la calle de debajo. Las banderas doradas con el emblema de la familia real flotaban en cada puerta y los vendedores ofrecían comida en cada esquina. A pesar de los olores tentadores de sus frites, salchichas y croissants de queso, la ciudad aún apestaba a pescado. Pescado y humo. Arrugué la nariz. Uno de los placeres de vivir en una península sombría y gris.
Cesarine era la personificación del gris. Las casas grises deslucidas se apilaban como sardinas en una lata y las calles destrozadas serpenteaban entre mercados sucios y grises y puertos aún más sucios y grises. Una nube omnipresente de humo de las chimeneas lo cubría todo.
El gris era asfixiante. Sin vida. Monótono.
Sin embargo, había cosas peores en la vida que algo monótono. Y había humos peores que el de las chimeneas.
Los vítores alcanzaron su punto máximo cuando la familia Lyon pasó debajo de mi edificio.
El rey Auguste saludaba desde su carruaje dorado, sus rizos rubios ondeaban con el viento del final del otoño. Su hijo, Beauregard, estaba sentado a su lado. No podían ser más distintos. Mientras el primero tenía complexión y ojos claros, el segundo tenía ojos hundidos, piel olivácea y cabello negro heredado de su madre.
Pero sus sonrisas encantadoras eran prácticamente idénticas.
Demasiado encantadoras en mi opinión. La arrogancia brotaba de sus poros.
La esposa de Auguste fruncía el ceño detrás. No la culpaba. Yo habría hecho lo mismo si mi marido hubiera tenido más amantes que dedos en las manos y los pies… pero no planeaba tener marido. Prefería morir antes que encadenarme a alguien en matrimonio.
Acababa de apartar la vista, ya estaba aburrida, cuando algo cambió en las calles.
Fue sutil, casi como si el viento hubiera cambiado de dirección a mitad de curso. Un zumbido prácticamente imperceptible surgió entre los adoquines y cada sonido en la multitud, cada olor, cada sabor y cada tacto, se disolvió en el éter. El mundo se detuvo. Retrocedí con torpeza lejos del borde del techo mientras el vello en mi nuca se erizaba. Sabía lo que venía a continuación. Reconocí el roce débil de energía en mi piel, el latido familiar en mis oídos.
Magia.
Luego, llegaron los gritos.