Parte 1

4.7K 52 10
                                    

El reloj del ayuntamiento marca las seis menos veinte de la tarde y en la parada junto a los soportales se empiezan a congregar los autobuses, apenas media docena porque no hacen falta más para cubrir una ciudad tan pequeña. La fachada de la catedral no ofrece unas vistas particularmente mágicas bajo el sol de la tarde. Octubre ha llegado con un poco de lluvia dentro de la mochila escolar, pero parece que se lo está tomando con calma; esta tarde hace bueno, tampoco para exagerar, pero con un jersey o una chaquetilla se puede ir por la calle. Ya vendrá el invierno. A partir de la segunda quincena, hará frío para aburrir.

Al fin y al cabo, la gente de la ciudad no bromea del todo al decir que aquí sólo hay dos estaciones: el invierno y la de la RENFE.

Los ruidos de la calle son los ruidos habituales de una calle cualquiera en una tarde cualquiera: tráfico y gente; y campanadas, porque es la Plaza Mayor, y desde la catedral llaman a misa. El oficio empieza a las seis. Algunas beatas se apresuran a entrar. Gente joven, poca; parece que se están perdiendo algunas tradiciones. Afuera, junto a la puerta de hierro que da acceso al atrio de la catedral, dos gitanas tienen montado su tenderete; Caterina las mira preguntándose si aún quedan incautos que se paren a comprarles colchas y manteles. Se oyen toques de cláxon y rugido de motores y la joven se pregunta también si todo ese ruido no se echará de menos cuando el proyecto de convertir la Plaza Mayor en zona peatonal se haga realidad. Supone que sí.

Pero la gente se acostumbra a todo: a las horribles rotondas, a tener que sacar el tiquet de la ORA, a dar una vuelta absurda porque ya no se puede circular bajo los arcos del Acueducto. Las cosas siempre cambian, y la gente siempre se acostumbra. No quedan más cojones.

Hay una misa por el comienzo del curso, como todos los años. Las dos amigas han perdido hace tiempo la costumbre de ir a la iglesia, y ya no estudian en el instituto, pero la misa por el buen comienzo del nuevo año escolar es una tradición que no pueden saltarse; se la han tragado durante cinco años seguidos (tres de BUP y dos de COU, porque ambas repitieron, en aquel famoso año 92 en el que pareció ponerse de moda repetir curso, o es que la mayoría de sus compañeros le habían cogido demasiado cariño al Giner), y lo han estado haciendo después de dejar el instituto, porque algunas tradiciones no deben perderse. Seguramente es una tontería. Pero la dicen en la catedral, y eso tiene su encanto.

Caterina extiende el brazo izquierdo, entre los dedos la colilla de un cigarro rubio, hace un gesto cientos de veces practicado y la colilla vuela hacia el pie de las escaleras del quiosco de música. Curiosa construcción, por cierto. Recuerda a uno de esos quioscos antiguos, pero nunca ha escuchado allí ningún concierto. Sentada a su derecha, sobre el último peldaño, Carla está dando buena cuenta de su bolsa de cien gramos de pipas saladas que ha comprado hace media hora en Limón y Menta, la mejor tienda de pasteles y chucherías varias de toda la ciudad. Come pipas como si le fuera la vida en ello, y está dejando perdido de cáscaras el suelo a sus pies.

—¿Qué vamos a hacer luego? —pregunta Carla, sin dejar de masticar y escupir cáscaras de pipa. No mira a su amiga, sino hacia la puerta de la catedral, en busca de rostros conocidos sobre los que hacer algún comentario. Por no decir cotilleo.

Es viernes. El nuevo curso no empieza hasta el lunes, aún les queda ese fin de semana para salir juntas por ahí. No es que últimamente salgan mucho juntas, porque las ocupaciones de cada una son ahora muy distintas, pero han prometido no perder el contacto, que para eso ya están las demás, y de vez en cuando quedan y se ven y hablan durante un buen rato. Lo que suelen hacer los amigos a veces, vaya.

Caterina piensa que la pregunta está de más; visto el abanico de posibilidades, pueden: ir al cine, ir a tomar algo o dar paseos Calle Real arriba, Calle Real abajo, como cuando tenían quince años y aún no les dejaban entrar en las discotecas. Por llamarlas de alguna manera. Tiempos aquéllos, cuando comprar unas cuantas chucherías y un par de cigarros sueltos y sentarse en un banco de los Jardinillos a hablar de chicos y de sueños era toda una aventura.

EL CHICO PERFECTO NO SABE BAILAR EL TWISTDonde viven las historias. Descúbrelo ahora