Campo de amapolas

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Fuego. Fuego por todas partes. La sinagoga que había al lado de casa ardía. Los cristales rotos se clavaban en sus pies descalzos. Habían atacado su tienda momentos antes de ir a cerrar. Papá les gritaba que se marcharan. Mamá cogía a Samuel en brazos mientras salían por la puerta trasera.

—Ey, Naomi, despierta. —La voz de su madre se coló en su sueño.

Otra pesadilla más. No era la primera que tenía desde que estaban allí. Los recuerdos de esa noche la seguían atormentando.

—Buenos días, mamá.

Se levantó del colchón que había situado en una esquina y buscó a tientas sus zapatillas. La luz de la vela que portaba su madre apenas iluminaba el sótano.

—¿Y Samuel? —preguntó la chica al ver que el sitio en el que debería estar su hermano se encontraba vacío.

—Está arriba desayunando. Se ha despertado hace un rato y no he conseguido que volviera a dormirse. Venga, date prisa que se enfrían las tostadas.

Su madre subió las escaleras y abrió la trampilla que llevaba fuera del sótano. Los primeros rayos del sol iluminaron la estancia y alejaron de la mente de Naomi los últimos recuerdos de la pesadilla. En la cocina las esperaba una señora que rondaría los sesenta años vestida con una bata de flores.

—Hola, Berta —saludó la joven mientras se sentaba a la mesa.

—Tía Berta —la corrigió sutilmente antes de llevarse la taza de café a los labios.

Lo cierto es que no era su tía, era una amiga de su madre a la que habían acudido la noche en la que atacaron la tienda. Ella se había ofrecido a esconderlos en su casa el tiempo que fuera necesario. Pero para que en el pueblo nadie sospechara habían decidido que fingirían que Berta era su tía y la verdad es que la mujer se tomaba muy en serio su papel. Decía que cuanto más lo dijeran, más natural sonaría si alguien les preguntaba.

—¿Puedo salir hoy a pasear un rato? —preguntó Naomi entre bocado y bocado.

Su madre la miró con desaprobación. La joven sabía que no le hacía gracia que saliera de casa porque pensaba que era exponerse a riesgos innecesarios. Pero hacía más de dos semanas que estaban allí alojados y el tiempo que pasaba encerrada dentro de la casa se le hacía eterno. Antes pasaba las horas muertas deseando que llamaran al timbre y entrara su padre por la puerta, sin embrago, hacía ya tiempo que había perdido toda esperanza.

—Hay un pequeño bosque cerca de aquí. Puedes ir a dar una vuelta por allí —sugirió Berta.

—¡Vale! —dijo Naomi más animada mientras terminaba de engullir a toda velocidad lo que le quedaba de desayuno.

—Ten cuidado, hija. Y no te fíes de nadie —la advirtió su madre antes de que saliera de casa.

La chica caminó por las calles casi vacías rogando por que no la prestaran mucha atención. Schiltach era un pequeño pueblo alemán situado cerca de la frontera con Suiza. En invierno se cubría todo de nieve, pero con la llegada de la primavera el bosque se llenaba de flores silvestres. Y precisamente mirando unas amapolas estaba Naomi cuando escuchó un ruido. Se acercó con sigilo a la fuente del sonido y, escondida tras un árbol, pudo ver a un chico rubio pescando junto al río. Este debió percatarse de su presencia, porque en un momento dado giró la cabeza en su dirección y la sorprendió observándolo. Naomi intentó retirarse disimuladamente, pero al retroceder pisó una piedra, resbaló y cayó colina abajo. Y a punto estuvo de acabar dentro del agua, pero fue capaz de frenar antes. Se levantó del suelo y se limpió las rodillas bajo la atenta mirada del joven en un intento por recuperar la poca dignidad que le quedaba. Sentía las mejillas ardiendo por la vergüenza mientras daba media vuelta para marcharse.

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