Decimotercer compás

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Decimotercer compás: Premio de consuelo

Cuando me desperté, la sensación de su roce seguía latente y el beso quedó suspendido en un limbo entre la vigilia y el sueño. Ella ya no estaba en la habitación, pero sus dedos seguían en mi nuca, en mis hombros, en mis pechos y luego en mi yo más profundo.

Tenía la boca seca, como si hubiera masticado tierra. Cogí la botella y pegué largos tragos de agua. Después observé a mi alrededor, desorientada. Como si todavía no hubieran preparado el escenario de mi vida. La ventana tenía que estar a la derecha y no a la izquierda, y debía haber una cuna al lado. Y las sábanas no eran de notas musicales, sino blancas, como las de un hospital. Las paredes estaban desnudas, mi ropa era un revoltijo tirado al pie de la cama y el neceser de pintalabios descansaba en la mesita junto con un cenicero y una colilla solitaria. Sentía el estómago ardiendo y una sensación de angustia que apenas me dejaba respirar. Una presión continua en la nuca. El pelo me olía a tabaco. La resaca emocional era incluso más grande que la física.

No podía quitarme el regusto amargo de nuestros cuerpos, ni la traición. No soporté un segundo más desnuda, con la culpabilidad pegada en cada parte que había tocado Lisa, en cada rincón de mi mente.

De la mochila saqué otras bragas, un pantalón y la sudadera de Gerard. Me vestí y guardé todo lo demás, tenía ganas de coger la mochila y lanzarla a un cubo ardiendo, como un asesino tratando de destruir las pruebas.

Me peiné con los dedos y cogí el pintalabios. Quería marcharme lo más pronto posible de allí. Dejé atrás la estatua semidesnuda y varias puertas cerradas. La salida se me antojaba extrañamente lejana, como el pasillo de un laberinto.

—Lina.

La mano me resbaló del pomo de la puerta. Al girarme me encontré con Lisa. Me pareció otra persona. Su cara estaba brillante, como si se acabara de retirar una mascarilla. Sus labios habían perdido el color. Parecían gastados, pálidos. Era la primera vez que se los veía sin pintar. La sentí más vulnerable que el bebé que tenía en brazos, con su pijama de algodón, como una niña que despierta de una pesadilla y va en busca de cobijo a la cama de sus padres.

—Perdona, iba... iba a despedirme —no pude ocultar la mentira en mi voz—, pero antes quería tomar un poco el aire.

—¿Estás bien?

Lisa nunca me habría preguntado eso, me habría dicho que era una zorra por desaparecer sin decir nada y después se habría reído. No sabía si me resultaba más incómodo verla actuar de esa manera o lo que había pasado entre nosotras.

—Sí.

—Sobre lo de anoche...

—¿Q-qué pasó anoche? —titubeé.

—Ya sabes. —Miró de reojo hacia atrás un momento, inquieta.

—No recuerdo casi nada. No hice ninguna tontería, ¿no?

Por un momento sentí que la que estaba delante de mí no era Lisa, sino yo misma. La escena volvía a repetirse, solo que esta vez había adoptado el papel de María.

—Bueno... —Se humedeció los labios, un gesto más nervioso que erótico—. No sé, es que anoche estaba tan frustrada que... Se me fue un poco la olla.

—Ese es tu estado natural, Lisa —intenté bromear, pero ella no me siguió el juego.

No soportaba verla dubitativa, con la mirada culpable y el bebé tirando del cuello de su pijama con las manos rechonchas, dejando al descubierto su clavícula. Necesitaba que la farsante que estaba suplantando a Lisa desapareciera.

Al otro lado del silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora