VII: Promesa templada.

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Desperté cerca del mediodía, el sol bien elevado en el cielo filtrándose a través de las nubes, y a su vez a través de la ventana abierta de la habitación de Marilen. Ella no estaba en su cama, probablemente se había despertado a una hora normal; ya era lunes, y cada lunes había que trabajar más para compensar el descanso de cada domingo. Al asomarme por la ventana confirmé mis sospechas, atisbando la inconfundible figura de mi amiga recorriendo junto a su madre la pequeña huerta del jardín trasero de la casa Meru. Winne ya estaba grande, ya había cumplido más de cuarenta años, así que la parte más intensa del trabajo la hacía la joven Marilen, echándose al hombro la huerta sin chistar, con ágiles y gráciles movimientos, y hablando y riendo ante los comentarios de su madre. En momentos como esos, me sentía un idiota por considerar a mi abuelo como mi único familiar vivo.

Tras bostezar varias veces y revisar mi magullado cuerpo, ahora levemente entumecido por haber dormido tanto, me levanté, me lavé la cara con el agua de la jofaina, me la sequé con un trapo limpio, me peiné lo mejor que pude, y bajé para ver qué encontraba en la casa. El familiar sonido del martillo de Otto restallando una y otra vez contra el yunque me devolvió a la normalidad, sonando en mis oídos como una dulce canción bien ejecutada. Tomé algo de fruta de la mesa, suponiendo que era para que tomara mi tardío desayuno, y sin prisa pero sin pausa salí a la forja de Otto.

Mi maestro estaba tan ensimismado en su tarea que no notó mi presencia durante unos cuantos minutos. Alcancé a ver que estaba moldeando una imponente hoja de acero, martillándola para darle la forma adecuada antes de templarla, pegándole con toda la fuerza de su alma, como si quisiera desquitarse con aquel pedazo de metal. En el espadero había varias ya terminadas, y a su alrededor también había hojas a las que todavía no les había puesto la cruz, el puño y el pomo. Albergaba la esperanza de que me permitiera hacer ese trabajo, todo con tal de tener un arma así en mis manos.

Al cabo de un rato Otto terminó de martillar, gruñendo satisfecho por el trabajo realizado, y notando mi presencia a sus espaldas. Se volvió con expresión calmada, y me hizo señas para que me adelantara. Sin mediar palabra, me mostró el crítico proceso de templado de la espada. Ya me había predicado en reiteradas ocasiones sobre la importancia del templado, ya que era, según sus propias palabras, el momento en el que el arma definía el carácter que tendría desde su misma concepción. Me había explicado la diferencia entre hojas blandas, más aptas para espadas largas debido a su ductilidad para evitar fracturas, y las hojas más duras, más diseñadas para cuchillos de mano o de caza, pero nunca había presenciado el momento del templado. Observé todo con ojos bien abiertos, casi sin pestañear, absorbiendo todo el conocimiento que esas callosas y poderosas manos me estaban enseñando. El proceso se extendió un largo rato, pasando por diversos procesos de endurecimiento del metal, hasta que Otto decidió que el templado estaba terminado.

Lo siguiente que hizo fue el acicalado y el pulido, recurriendo a herramientas muy específicas para terminar de embellecer el arma, dándole la punta correspondiente, haciendo el vaceo y los filos mortales. Fue utilizando lijas cada vez más finas, hasta que juzgó terminada esa etapa, procediendo al pulido para evitar el herrumbre. Pocas cosas ponían de más mal humor a Otto que una espada oxidada y de mala calidad; él juraba jamás haber entregado una pieza defectuosa, y viendo el empeño que aplicaba en cada hoja, le creía completamente.

Finalmente dejó la hoja sobre la mesa, secándose el sudor de su frente llena de mugre con el revés del brazo. Se quitó los guantes y el delantal de cuero, e interpretando sus necesidades, le acerqué una copa de vino rebajado con agua. Otto bebió de a largos tragos, y soltó un gran suspiro cuando terminó su bebida, devolviéndome el vaso e indicado que sirviera otro por si yo quería beber. Yo prefería el agua, ya que quería mantener mi mente fresca, así que preparé una taza de madera para mí. Al regresar del barril de agua de lluvia, encontré a Otto sentado en uno de los escalones que se elevaban hacia la casa. Me lo quedé viendo detenidamente, aprovechando que estaba de incógnito. Algo en su expresión me desgarró el alma; sus ojos estaban oscurecidos, su mirada gacha. En sus músculos había un abatimiento que nada tenía que ver con el esfuerzo físico de su trabajo. Inmediatamente supe que se había enterado de lo ocurrido ayer. Sin querer molestarlo en su momento de reflexión, pero ansioso por volver a mi trabajo, me acerqué y titubeando me senté junto a él. Otto me miró con tristeza, y me estrujó los cabellos con su manaza, como habitualmente hacía.

Stormbringers I: Los Colores de la GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora