IX: Pañuelos y aros.

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Thales lideró la marcha a través del cada vez más abarrotado distrito en el que vivía. Yo miraba todo con fascinación y excitación, absorbiendo todo vorazmente, maravillándome con la cantidad de colores que veía a mi alrededor. Las mujeres jóvenes llevaban los mismos pañuelos que utilizaban Erian y su madre, mientras que las más grandes solo utilizaban lazos en sus trenzas, igual que la vendedora que nos había regalado pastelitos. Los colores eran de lo más diversos, y en algunos casos parecían haber alcanzado tonos imposibles de concebir; rojos tan intensos como la sangre, azules tan claros como el cielo, verdes como las hojas de un árbol. Su ropa también era distinta a la que estaba acostumbrado ver en mi barrio, parecían seguir los mismos patrones que las ropas de Erian. Las faldas eran livianas y se bamboleaban cada vez que las mujeres caminaban, y los mantos y capas que usaban para cubrirse eran más cortos. Acostumbrado a los vestidos pesados y elaborados de mi gente, aquel cambio me resultaba muy agradable de ver.

En el resto de los aspectos todo era bastante similar a lo que yo conocía. Como todos en la aldea, sus habitantes caminaban con sonrisas en los rostros, saludando amablemente a sus vecinos, o juntándose a conversar e intercambiar chismes en cada esquina. Los más jóvenes correteaban por todos lados, sus padres llamándolos y reprendiéndolos para que tuvieran cuidado de no lastimarse.

O al menos eso imaginaba que estaban diciendo, porque no entendía ni una sola palabra de lo que decían. Durante muchos tramos de nuestro corto pero intenso recorrido tuve la tentación de preguntarle a Thales en qué idioma estaban hablando. Obviamente él debía hablarlo, ya que estaba seguro de que aquella exótica lengua era la misma que hablaban su madre y su hermana. Aquel idioma parecía tener algo de magia en cada una de sus palabras. En vez de hacerme sentir un extraño en tierras extrañas, un invasor, un intruso, los susurros que aquellas personas emitían me hacían sentir bienvenido, como si estuviera descubriendo un maravilloso y feliz nuevo mundo. Sabía que lo que me esperaba al final del recorrido era lo que tanto ansiaba, pero una parte de mí quería seguir caminando en esas calles tan coloridas y maravillosas, escuchando aunque sin entender todas y cada una de las conversaciones que se estaban desarrollando. Solo en ese momento entendí por qué Marilen había estado tan ansiosa por volver a aquella región de nuestra aldea. Ella había estado despierta durante toda mi recuperación, así que ese mundo no le era tan desconocido como a mí. Ahora que yo también lo conocía, compartía inmensamente su emoción.

Eventualmente llegamos al final de una larga calle y cruzamos la cerca desvencijada de un corral de animales. El pastor saludó con la mano a Thales mientras se llevaba a su rebaño de ovejas a pastar a los verdes campos fuera de la aldea. El perro que acompañaba al pastor se paró en dos patas para lamer el rostro del guerrero, quien rió con ganas y le acarició la cabeza con energía. Finalmente el pastor silbó para llamarlo, y quedamos a solas en el corral, probablemente el lugar en el que Thales quería entrenar. El muchacho barrió el piso con los pies, aplanando la tierra lo mejor que pudo, cubriendo una importante sección de suelo con su metódico trabajo. Cuando pareció quedar satisfecho, me hizo un gesto con la mano para que me acercara.

―Siéntate― pidió, haciendo lo propio luego de descolgarse la espada del cinturón y apoyarla envainada sobre sus rodillas. Hice lo mismo que él y me dejé caer en el suelo, mirándolo con atención, ansioso por oír lo que tenía para decirme―. Voy a asumir que nunca tuviste una espada en la mano y que no tienes ningún tipo de formación como guerrero. No quiero ser duro contigo, pero la paliza que te dio Otto dejó claramente evidenciado que no eres un guerrero nato como él.

Sentí que me sonrojaba hasta las orejas, y tuve que reprimir las ganas de bajar la mirada avergonzado. Supuse que aquella era una prueba de carácter, así que seguí mirando a los ojos claros de Thales con la misma determinación, aceptando mi sonrojo con dignidad. Sí, Thales estaba en lo cierto, pero no me importaba no ser un guerrero nato. Practicaría todo lo que fuera necesario, y supliría mi falta de talento con un esfuerzo incomparable. Algo en mi expresión feroz le gustó a Thales, ya que sonrió levemente y asintió.

Stormbringers I: Los Colores de la GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora