VI: Promesas incumplidas.

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Para mi desilusión, no tomamos la antigua ruta pavimentada que llevaba al sur, sino que nos desviamos antes de tiempo y viramos hacia el oeste. Debería haber prestado más atención al sobrino de Cebald, quien claramente me había dicho que iríamos al oeste. No estábamos yendo a la capital, sino que nuestra entrega sería en Rosenar, una aldea apenas más grande que Leydenar. No conocería las grandes calles de Alacadia, ni recorrería sus numerosos mercados con productos exóticos traídos por los valientes caravaneros que se atrevían a cruzar las peligrosas tierras de Vasendor. Otto me había contado historias sobre aquel reino mercante al sur de Vasendor, allí donde las estepas salvajes terminaban y daban comienzo a las arenas de Kyorve; mi maestro no sabía demasiado, pero sí conocía varias historias que los caravaneros traían. Mi favorita involucraba a una bestia de arena capaz de tragarse ciudades enteras de un solo mordisco. El emperador de Kyorve había decidido que el pueblo viviera en fortalezas aisladas para evitar que su gente fuera atacada por la bestia, razón por la cual Kyorve, a pesar de ser inmenso en su extensión, estaba muy poco poblado. Su disposición, no obstante, había sido de gran ayuda a la hora de soportar invasiones de los salvajes vasendis, quienes habían intentado adentrarse en su territorio varios siglos atrás, decidiendo que no valía la pena cruzar el interminable desierto para saquear un par de fortalezas perfectamente defendidas.

Como ya dije, una verdadera desilusión.

Lo bueno fue que Markell sabía mucho sobre la vida militar del continente, así que pude entretenerme bastante. Aremis también se metió en la conversación, saciando su espíritu curioso e inquisidor. Internamente tenía la esperanza de que, luego de oír todas esas historias llenas de proezas militares, mi amigo comenzara a tomarse nuestra vida como mercenarios más seriamente.

―¿Quién crees que ganará la guerra sureña, Markell?― quiso saber Aremis durante un breve parate para que los caballos bebieran agua de un arroyo que se desprendía del Denar.

―Nadie lo sabe a ciencia cierta― vaciló Markell, llenando su pellejo con agua fresca―. Uno de mis compañeros estuvo en Alacadia la semana pasada, y dice que el rey Swaney ya ha recibido emisarios de ambos reinos.

―¿Qué quiere decir eso?― pregunté con preocupación―. ¿Por qué Anfelarh y Luxenarh enviaron emisarios a Alacadia?

―Quizás sea para negociar y hacer pactos para los años posteriores a la guerra sureña. El reino que gane terminará bastante debilitado luego de tantos meses de matanza cruda, así que necesitarán aliados.

―¿Y si planean invadirnos luego de que termine todo?

―No lo veo muy posible, realmente― me calmó Markell―. Las guerras son muy costosas, incluso los reyes más ambiciosos del mundo lo saben, así que quien gane se portará bien durante un buen tiempo. No hay manera de que un reino aguante una campaña de expansión tan grande en tan poco tiempo, no tienes de qué preocuparte.

Aquella terminó siendo una promesa rota, pero en ese momento creí en las palabras de Markell. Más adelante, y con mi inocencia ya enterrada, la realidad sería bien distinta.

―No estés asustado, Raeven. Si los sureños ponen un pie en nuestras tierras, los recibiremos con todo nuestro poder― sonrió Markell―. Tenemos un buen ejército fijo, además de unas cuantas compañías mercenarias bien capaces. Estamos comandados por uno de los mejores líderes de la historia, tenemos todo a nuestro favor. Es más, en un par de años te tendremos en nuestras filas, así que los sureños temblarán.

Sonreí por el elogio inventado de Markell, quien tan solo estaba intentando levantarme el ánimo. El muchacho parecía haber adoptado a la perfección el espíritu bondadoso de Leydenar, ya que un soldado como él no tenía motivos para ser tan amable con un grupo de niños que jugaban a ser héroes. Markell era realmente amable, y se le notaba a la legua más allá de su aspecto fiero. Al oírlo en su voz, tuve más ganas que nunca de ser un soldado del ejército real una vez cumpliera la edad mínima. Faltaba poco, menos de dos años, así que decidí que aprovecharía ese tiempo para perfeccionarme dentro de mi compañía. Cuando el momento llegara, estaría preparado.

Aquella también sería una promesa incumplida, una de tantas en mi vida.


Stormbringers I: Los Colores de la GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora