XIX: Perdidos en la traducción.

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El festival de fin de verano pasó como un vendaval por la aldea, dejando a sus ciudadanos en un alegre estado de letargo durante los siguientes cuatro o cinco días. La novedad de la compañía ynwena acampando al norte de nuestro hogar se extinguió junto a las hogueras veraniegas, excepto para un pequeño grupo de guerreros entusiastas comandados por su servidor. Cada día hacía el mismo recorrido hacia el norte, en ocasiones con Marilen y Jorin, en otras con Aremis y Zagan, siempre con la esperanza de poder relacionarme con los mercenarios. Casi siempre tenía que limitarme a hablar con Milos, el único de los ynwenos que conocía que parecía algo distanciado de los altos mandos. Según él, Nils y Gaelan tenían muchas cosas que planear, incluyendo dónde pasarían el invierno y a dónde irían cuando las temporadas cálidas regresaran al continente. Él se alegraba de no tener que participar de esos debates, negociaciones y aprovisionamientos; aprovechando que tenía mucho tiempo libre, nos enseñaba a disparar con su arco largo, un arma hasta entonces desconocida para nosotros.

Los arcos largos ynwenos eran muy distintos a las escasas armas de caza que había visto en mi aldea. El jefe de los cazadores, el hosco Evar, dirigía a un pequeño grupo de arqueros moderadamente capaces, pero sus armas parecían juguetes al lado de los arcos que utilizaban los ynwenos. El arco de Milos medía casi un metro ochenta de punta a punta, y para tensarlo del todo había que hacer tanta fuerza que la primera vez que lo hice sentí que me explotarían los hombros y el pecho. Era difícil de utilizar, pero incluso lanzándole a un muñeco de paja podía verse lo letal que era. Milos nos enseñaba a disparar cada vez que íbamos a verlo, dándonos los mismos consejos que su padre le había dado al enseñarle. Era entretenido en el contexto en el que estábamos, pero no dejaba de ser un arma a distancia, un arma que según mi patético criterio, era para los cobardes. En ese momento de inocente niñez no era capaz de entender la fuerza de los arcos ynwenos. Afortunadamente la vida me mostró su verdadero potencial, en especial cuando vi escuadrones de arqueros masacrando batallones enteros de soldados bien pertrechados. Quien haya luchado y sobrevivido a una lluvia de flechas ynwenas puede considerarse afortunado. Muy afortunado.

Lo que a mí me gustaban eran las espadas, las lanzas, las hachas. Básicamente cualquier arma que me permitiera partirle los huesos de cerca a mis enemigos. Milos, lamentablemente, no era un soldado de infantería demasiado versado, así que no pudo enseñarme nada que Thales no me haya mostrado ya. Tampoco quería decirme quién era el más capaz de sus compañeros en esas artes, lo que me hizo detestarlo un poco más; suponía que el mejor sería el capitán Gaelan, o quizás el teniente Nils, ambos inalcanzables. Podía aspirar a hablar con el capitán, pero ni siquiera yo, con mi espíritu naturalmente optimista, me atrevería a soñar con un entrenamiento personal con Gaelan.

La presencia de los Cuervos en Leydenar acarreaba también un tremendo incremento de trabajo para los habitantes de la aldea. Los sargentos y cabos de la compañía habían recorrido la aldea buscando carpinteros para encargarles la fabricación de flechas para renovar su inventario. A su vez, también habían visitado la forja de Otto para comprar puntas de hierro y acero. Tuve la suerte de presenciar el momento en el que el sargento Cole negociaba con mi maestro herrero la compra de una ridícula cantidad de puntas de flecha que se traducirían en una verdadera fortuna para mi familia. Luego de hacer los cálculos, Otto había salido hacia la capital para comprar lingotes de hierro para poder realizar el encargo. Cuando regresó del viaje con un carro cargando su preciado tesoro, me confesó que había rezado durante todo el día para que los ynwenos mantuvieran la promesa de pagar por su trabajo. Sus plegarias fueron contestadas el día siguiente, ya que el mismo Cole regresó con un pequeño cofre lleno de monedas de plata. Jamás había visto tanto dinero junto, así que comprenderán lo anonadado que me había quedado al ver más monedas de las que podía sostener en mis manos. Estuve tentado de decirle a mi maestro que se retirara y viviera el resto de sus días sin mover un dedo, pero supe que jamás escucharía mi sugerencia. Otto no trabajaba únicamente para subsistir, lo hacía porque le encantaba ser herrero.

Stormbringers I: Los Colores de la GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora