XI: Sorpresa.

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Era el más joven de los miembros del improvisado ejército de Leydenar. A pesar de eso, nadie, ni siquiera los más desconfiados, puso en duda mi absoluto liderazgo sobre esos hombres. Marcharon al paso que yo impuse, y cuando les di el alto para que se acomodaran y descansaran en la interminable fila de recién llegados que se agolpaban en el camino que llevaba a la capital, todos obedecieron como si fueran soldados profesionales en su enésima campaña militar. Lamentablemente no tuve la posibilidad de liderarlos en la batalla, ya que apenas llegamos, nos separaron, y nos mandaron a los distintos grupos ya establecidos. La organización era bastante simple: la porción más pequeña de soldados estaba dirigida por un veintenar, a cargo de, obviamente, veinte soldados. Por encima de él estaba el centenar, quien agrupaba cinco veintenas bajo su liderazgo, respondiendo directamente a un capitán, primer líder de alto mando. Mi capitán era Caestar, el hijo del canciller Meradel, un hombre de unos treinta y cinco años que parecía haber heredado los dotes de liderazgo de su padre. Los otros dos capitanes eran Cennell y Brucell, uno de los hermanos menores de la reina, uno de los pocos miembros de la familia real sin tierras propias, y por tanto, alguien que estaba en búsqueda de riquezas. Los siguientes en la escala jerárquica eran los tres Guardias Escarlata del rey, mientras que el estratega Saeven y el propio rey Swaney completaban la pirámide. Toda esa información me la escupió rápidamente mi veintenar, un malhumorado soldado cuyo nombre no recuerdo. Debo aclarar que si no lo recuerdo, es porque en realidad nunca me molesté en saber cómo se llamaba.

Mi veintenar era un verdadero imbécil, pero afortunadamente el centenar era un tipo muchísimo más agradable. Era un poco más joven que Caestar, y al verme me contó que me conocía de vista de su paso por Leydenar, ya que había sido compañero de Markell durante los pasados años. Segis se encargó pacientemente de explicarme todo lo que el veintenar se había ahorrado mientras bebíamos una cerveza en el frío atardecer. La hoguera que habíamos encendido en nuestro pequeño campamento junto a las murallas emitía un calor casi testimonial, así que para mantener la moral alta durante la noche, los hombres bebíamos, comíamos, cantábamos e intercambiábamos historias. Segis no era un gran orador, pero por lo menos hablaba con amabilidad y respeto, algo que a mí me bastaba y me sobraba por el momento. Nos dijo que apenas el rey nos tomara juramento, nos asignarían un área para patrullar y poder entrenar bajo las órdenes de Caestar.

En un principio la idea era que todos los miembros del ejército visitaran el castillo y juraran servicio incondicional al rey Swaney en su propio salón del trono. El plan original se cambió cuando la ansiedad de la cúpula militar comenzó a crecer, llevándolos a tomar la decisión de que el rey mismo visitaría a cada centenar para tomarles juramento colectivo. Segis nos advirtió de la inminente llegada del rey, prácticamente obligándonos a acicalarnos y a limpiar nuestros jubones para parecer medianamente presentables ante nuestro monarca. Me trencé la larga cabellera negra, ya casi llegándome a la mitad de la espalda, me lavé la cara y las manos con agua fría, y aguardé junto a mis compañeros a que llegara el rey. No conocía a nadie de mi veintena de compañeros, aunque Aremis y Urien también formaban parte del millar de soldados liderados por Caestar. Zagan era su veintenar, así que dentro de todo estaríamos cerca cuando el combate diera inicio.

Cerca del anochecer un grupo de jinetes se acercó a nuestro campamento portando los estandartes azul y oro del rey. Nos pusimos de inmediato de pie, y cuando vimos al imponente destrero negro del monarca, adornado únicamente con la gualdrapa con sus colores, un murmullo de expectación se desató en los campamentos aledaños. Los escoltas del rey llamaron a todos los que andaban a la redonda para que se acercaran a prestar juramento y así agilizar el trámite, permitiéndole al rey regresar a sus funciones cotidianas en el castillo, donde seguramente aguardaban sus consejeros de guerra. Varias veintenas de soldados se unieron a nuestro campamento, y cuando el rey bajó finalmente de su caballo, todos clavamos una rodilla en tierra para saludarlo.

Stormbringers I: Los Colores de la GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora