XIII: Estupideces.

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Marchar junto a un ejército, en especial uno integrado por tropas inexpertas, resultó ser un incordio. Tardábamos una verdadera eternidad en desmontar los precarios campamentos en los que pasábamos las frías noches, avanzábamos con una lentitud que enervaba, y a cada rato teníamos que hacer parates para asegurarnos de que íbamos en la dirección correcta. Ese último problema era por culpa de nuestros líderes, pero los grandes males que experimentábamos eran responsabilidad nuestra.

En mi juvenil mente había imaginado que los ejércitos avanzaban cantando canciones gloriosas, recordando épocas donde guerreros legendarios habían luchado. Imaginaba que entonaban poderosos himnos para las amadas que los esperaban en sus hogares. Imaginaba largas procesiones llenas de colores brillantes y magníficos pendones agitándose por el viento. Nada de eso ocurría en nuestro ejército. Éramos un millar de hombres arrastrando los pies en el lodo, marchando cabizbajos como si ya hubiéramos perdido la batalla. Eso en el mejor de los casos. En escasos días ya había visto campesinos peleándose por un par de botas, por una hoz, o por el último trozo de carne tibia de la cena. Algunas discusiones habían terminado muy mal, teniendo que ser intervenidas por los centenares, y en el peor de los casos, por el propio capitán Caestar, quien ordenó que colgaran de un árbol al principal agitador del último problema. Luego de ver al pobre diablo con el rostro púrpura, los problemas se redujeron casi al mínimo, o al menos los conflictivos aprendieron a hacer de las suyas de manera más discreta. Había muchísima tensión en el campamento, y como nada bueno podía salir de eso, Caestar decidió organizar una competencia donde los hombres podrían probarse unos contra los otros. El capitán tuvo la maravillosa idea de organizar un torneo de combate desarmado.

Todos reaccionamos positivamente ante la sugerencia, comentando entre nosotros que una buena pelea nos uniría ya que serviría para eliminar tensiones y miedos a lo desconocido. Los veintenares sonreían mientras distribuían a sus hombres y los emparejaban para los combates preliminares. El procedimiento sería sencillo: cada veintena tendría un campeón que tendría que enfrentarse con los demás ganadores por el título definitivo. Era sencillo, parecía ser divertido. A decir verdad, un concurso de quién podía mear más lejos sería divertido si interrumpía el insoportable tedio del día a día.

Para que no hubiera diferencia entre los participantes, todos luchamos con simples camisas y pantalones, sin armadura ni armas, valiéndonos únicamente de nuestros puños y nuestras piernas. Me ofrecí como voluntario para el primer combate, enfrentándome con un grueso leñador de Rosenar. Nos lanzamos unos golpes sin intención de impactar sino para estudiarnos el uno al otro. Nos sonreíamos y nos dábamos ánimos, pero cuando los primeros puñetazos aterrizaron en su redonda cabeza, nos lo tomamos más en serio. Sin pecar de presumido, había una diferencia abismal entre ambos: si bien había perdido práctica en el último tiempo, todo lo que había aprendido seguía allí dentro de mí. Necesité unos pocos segundos para ajustar, y cuando supe que la gente se había entretenido, terminé el combate haciéndole una zancadilla y poniéndole una rodilla en el pecho luego de tirarlo al piso. Mi oponente jadeó, se rió y gritó que se rendía. Lo ayudé a levantarse, saludamos a los que nos aplaudían, y nos fuimos a refrescar juntos. El leñador se llamaba Offa, era padre de tres pequeñas niñas, y pensaba gastarse el dinero ganado en el ejército en unas cuantas reformas de su aserradero. Había perdido la batalla, pero había ganado un amigo en mí. Hablamos y bebimos animadamente hasta que me llegó la hora de combatir nuevamente.

El proceso se repitió hasta que me quedé con el título de campeón de mi veintena. Gané de la misma manera cada una de mis peleas, y de la misma manera hablé y bebí con mis vencidos. Para el mediodía, no solo era el campeón de mi veintena sino que también era su líder. Detrás de mi figura, otros diecinueve soldados se embanderaron, y por primera vez desde que saliéramos de Alacadia, éramos un verdadero grupo. Y como éramos un grupo, me apoyaron fielmente en mi contienda contra los demás campeones, a los cuales vencí con casi tanta facilidad como a mis ahora queridos compañeros.

Stormbringers I: Los Colores de la GuerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora