Nos vimos obligados a acampar durante un par de días más para que los enfermos, ubicados en un campamento aislado a orillas de un arroyo, recuperaran sus fuerzas. Cuando nos pusimos en marcha, la mayoría ya podía andar o cabalgar con normalidad, aunque una minúscula porción de los convalecientes iban arrastrándose en la retaguardia de la marcha, sector del ejército en el que yo avanzaba. Dábamos un poco de pena, honestamente, pero nadie podía recriminarnos nada. En la vanguardia iba la caballería real, unos quinientos efectivos entre caballería pesada, ligera y exploradores. Detrás de ellos, también a lomos de imponentes corceles, iba el rey Swaney, su séquito de nobles y asesores, y sus respectivas guardias de honor. Oí a Blackwall murmurar que ellos eran los que realmente tenían que pelear, ya que eran los únicos que se quedarían con riquezas, títulos y territorios en caso de ganar. Todos coincidimos.
Delante nuestro iban las carretas de provisiones, aún bien conservadas, por lo que el hambre y la falta de suministros no serían problemas en nuestra campaña. Además, aún estábamos cerca de la capital, lo que facilitaba muchísimo la vía de suministros con nuestros campamentos. La cercanía con nuestros hogares también era un problema; el número de desertores crecía día a día, y los líderes del ejército no sabían cómo frenar la hemorragia. Habían enviado algunos jinetes a perseguir a los desertores, pero a la larga se rindieron, ya que esos hombres conocían la tierra como la palma de sus manos, y los jinetes trabajaban con apremio por regresar a las filas del ejército. Hallé un absurdo motivo para sentirme orgulloso en el hecho de que ninguno de mi centenar abandonó la campaña.
Avanzamos un día más, cubiertos bajo una nueva y aún más feroz lluvia. A la mañana siguiente, ya con la bendición del sol y sus tibios rayos, nuestros exploradores regresaron con la noticia que ansiábamos recibir: finalmente habíamos encontrado a nuestros enemigos.
Los rumores se esparcieron rápidamente, y al cabo de una hora, ya todos estábamos al tanto de la situación. Las versiones que más se oían decían que unos dos mil soldados sureños estaban acampando en una colina boscosa a unos tres kilómetros de nuestra ubicación, una distancia corta que nos permitiría avanzar y luego presentar batalla sin acarrear el cansancio de una marcha forzosa. Desayunamos brevemente, rezamos, afilamos nuestras armas, limpiamos las armaduras, y nos preparamos para la primera gran batalla de la guerra por Alacadia.
―¿Cómo te sientes, Rae?― me preguntó Zagan, parándose a mi lado, ya embutido en su cota de malla de buena calidad. Exceptuando la mirada nerviosa que portaba, mi amigo se veía como un gran veterano de guerra.
―Un poco ansioso― dije intentando que mi voz fuera clara―. Será nuestra primera batalla real, amigo mío.
―Sí, luchar contra los sureños no será igual que cazar bandidos muertos de hambre en los caminos de Rosenar― admitió Zagan sonriendo levemente―. Lo bueno de esto es que lucharemos juntos. Ayer soborné al veintenar de mi hermano, así que lo mandará junto a nosotros.
―Eso es una buena noticia.
―Y hablando de reencuentros― dijo Zagan con voz un poco más grave y carente de expresión. Tenía un leve presentimiento de lo que me diría, pero no lo interrumpí―. Otto te está buscando, Rae.
―Lo sé.
―¿Y no quieres verlo?
―No― dije rotundamente. Me puse el sobreveste sobre la cota de mallas que me había regalado mi maestro, me calcé el yelmo sobre la cabeza, aplastando mi largo pelo negro, hecho una maraña indescifrable a esas alturas. Me ajusté Erynfalk en la cintura, sonreí a mi amigo, y finalmente le contesté―. No quiero, pero lo veré ahora que puedo.
Zagan me gritó algo que no oí porque ya me había alejado. El ejército ya estaba en marcha, pero yo sabía hacia dónde tenía que ir. Había visto a Geffen y a sus hombres durante los últimos días, así que conocía a la perfección qué lugar ocupaban entre nuestras filas. Avancé entre las largas filas de soldados que marchaban con las armas preparadas para el combate, en ocasiones a base de empujones que me valieron insultos diversos y coloridos. Alcancé rápidamente a la reducida comitiva de mercenarios de Geffen, unos cuarenta hombres que marchaban bajo la enseña de su líder. Tenían el sobreveste del rey, pero en sus escudos llevaban pintada una estrella negra que los identificaba. Muchos me miraron mal al ver que rompía el ordenado control del avance, pero no me importó. Estaba a punto de alcanzar a Geffen, al frente de sus tropas, cuando un brazo me agarró y me arrastró a la fila. Intenté forcejear para soltarme del agarre, pero pronto me tomaron también por los hombros y me vi obligado a dejar de debatirme.
―Te estaba buscando, hermano.
Levanté la cabeza y vi a un joven mirándome con una expresión burlona. Al principio no lo reconocí, pero tras una breve inspección, comencé a reconocer sus rasgos. Los mismos ojos color marrón oscuro, la misma forma de la nariz y la boca. No lo había reconocido de inmediato porque se había cortado al ras el cabello negro que tenía en su infancia. Había imaginado que sería un calco de su padre a esas alturas, pero a diferencia de su hermana, quien era muy parecida a excepción del color de su cabello, los rasgos en él habían cambiado bastante. Quizás fuera por las cicatrices que afeaban su rostro.
―Veo que Zagan finalmente te dio mi mensaje― continuó Otto, todavía rodeándome con el brazo―. Me alegro de verte, hermano.
Debería haberme alegrado de verlo después de tanto tiempo. Debería haber sonreído. En ese instante descubrí que mi memoria no olvidaba con facilidad.
―Parece que te va bastante bien, Otto― comenté, señalando los pertrechos de calidad que llevaba.
―La vida de mercenario da muchas oportunidades al que se esfuerza por conseguirlas. Y también da recompensas si haces bien tu trabajo― contestó golpeándose la cota de mallas. Llevaba un verdugo también de malla cubriéndole el cuello y la parte superior del cuerpo. Ambas piezas eran demasiado buenas como para pertenecer a un joven mercenario―. Y por lo que tengo entendido, es una vida que estuviste a punto de tener.
No contesté de inmediato, sorprendido por su comentario. Quizás fuera una simple bravata para recordarme que lo habían elegido a él para unirse a las filas de Geffen, pero no me pareció que su comentario tuviera ese cariz.
―Mi pequeño hermano Raeven en los Cuervos de la Bruma, ¿quién lo hubiera dicho?― retomó Otto con diversión―. Serías toda una leyenda a estas alturas, Rae.
―¿Cómo sabes lo de los Cuervos?― pregunté con cautela.
―Uno se entera de muchas cosas a pesar de estar en los caminos― dijo enigmático Otto. Al ver que ponía mala cara, soltó una grave carcajada y se explicó―. Marilen me lo contó por carta.
―¿Marilen?
―Mi hermana, quizás la recuerdes― bufó irónicamente Otto. Me quedé con el ceño fruncido hasta que lo hice reír otra vez―. Vamos, Raeven. No habrás pensado que Marilen cortaría nuestra relación del todo, ¿verdad? Durante todos estos años nos estuvimos escribiendo. Pensé que lo sabrías.
―Nunca me contó nada― repliqué de manera cortante.
―Una pena― se encogió de hombros Otto―. También es una pena que la dejaras convertirse en una zorra ynwena― dijo Otto con un filo peligroso en la voz. Por primera vez me recordó al muchacho que había sido años atrás―. Y más en estas épocas tan oscuras para nuestra cultura. Pero bueno, no podría exigirte que la alejaras de las putas ynwenas siendo que tú estuviste a punto de unirte a una compañía llena de ellas.
Así que de eso quería hablarme Otto. Por primera vez sonreí.
―¿Tenías algo para decirme, Otto? Insististe bastante para que viniera a verte― dije a modo inocente, levantando el brazo y enseñándole directamente el pañuelo rojo que Erian me había regalado.
―Solo quería saludarte, es todo― contestó Otto con tono frío y distante. Ya no había rastros de diversión en su voz. Supuse que al confirmar la relación con la cultura ynwena que Marilen y yo teníamos, había sido el último clavo en el ataúd de nuestra antigua amistad, algo que yo había sentido luego de que se uniera a Geffen―. Deberías regresar con tus compañeros, si no los ayudas se pondrán mal el escudo.
―Prefiero que sean así. Sería peor que fueran como tus compañeros. Si nadie los ayuda, quizás terminen violando a las mujeres de su propio ejército.
Lo había dicho a modo de insulto, pero lo más probable era que los mercenarios violaran a las mujeres de Alacadia de todas maneras. Otto, afortunadamente, lo encajó como un insulto, así que me declaré victorioso y comencé a alejarme de él. Antes de irme, no obstante, recordé algo.
―¿Marilen te contó sobre nuestro juramento?.
―¿Qué juramento?― preguntó Otto con desconfianza.
Señalé a Geffen, quien avanzaba a unos metros de distancia, ajeno a toda nuestra conversación. Me pasé el pulgar por el cuello a modo de amenaza, y cuando me aseguré que Otto había entendido la promesa que Marilen y yo habíamos hecho, me di la vuelta y regresé con mis amigos. Teníamos una enorme batalla por delante, pero yo ya había ganado mi primera pelea.
ESTÁS LEYENDO
Stormbringers I: Los Colores de la Guerra
FantasíaUn hombre atrapado entre el pasado y el presente, atrapado en un mundo que cambia y avanza mientras espera que llegue lo único que necesita. La aventura de un niño que soñó con ser guerrero, y que tuvo la desgracia de ver su sueño cumplido en el mo...