Cierre

11 2 16
                                    

La multitud congregada frente al Hôtel de Ville de París era tan numerosa como lo había sido todos aquellos días, una marea espesa que parecía, eso sí, más relajada que en las últimas horas, durante las que se había sacudido como una corriente nerviosa y furibunda. Ahora permanecía más quieta, serena, como si esperase algo.

La noche había caído y las farolas, junto con las antorchas que algunas personas portaban, iluminaban tenuemente la plaza en la oscuridad próxima a la medianoche. Era apenas suficiente para las miradas expectantes orientadas hacia el edificio: nadie quería perderse nada, después de todo. No esa noche, no en esos momentos en los que la historia de Francia estaba a punto de dar un giro irreversible.

Rose, Musichetta, Jehan, Cosette, Marius y otras personas de su grupo se habían apostado a un lado de la plaza, Nöelle y Gabriel sentados directamente en el suelo, agotados después de las emociones del día. La espera de las últimas horas los había desesperado un poco al principio, impacientes por saber qué estaba ocurriendo en aquel lugar donde se habían reunido las personalidades más destacadas de la revolución, pero ahora se habían resignado a ella y conversaban entre sí en susurros, preguntándose qué estaría ocurriendo dentro. Si no se equivocaban, y si los rumores eran ciertos, en esos momentos se estaba organizando el que sería el nuevo régimen del país, con un gobierno provisional que dirigiría los asuntos políticos hasta que se convocaran elecciones oficiales. Elecciones que, se aseguraba, serían mucho más abiertas de lo que lo habían sido en décadas, "universales".

Ninguno podía evitar guardar ciertas dudas acerca de cómo resultaría todo aquello, pero se limitaban a confiar en quienes los habían guiado en la lucha. La victoria los llenaba de un optimismo que alejaba de su mente las nubes escépticas de la incertidumbre.

Incluso Grantaire, desde su sitio junto a Adélina, Léon, Anne-Marie y Pauline —quienes habían aparecido por ahí al caer la tarde, fascinados por la actividad que habían podido presenciar en las calles—, se sonreía sin poder evitarlo. Ahí dentro, entre otras figuras de importancia, estaba el hombre cuyos sueños eran también los suyos; un hombre que, después de años de esfuerzo y dolor, después de haber sobrevivido a la muerte por defender sus ideales, estaba haciéndolos realidad por fin, alcanzando la libertad por la que tanto había luchado en nombre del pueblo francés. Ese hombre que tiempo atrás creía haberlo perdido todo, que había estado a punto de sucumbir al desengaño y de perder la fe que para él era tan vital como respirar, estaba reunido en esos momentos con los que se convertirían en los dirigentes del nuevo orden político, de esa nueva etapa que prescindía por fin de la monarquía y buscaba un nuevo futuro para Francia.

Ahora, incluso más que antes, incluso más que durante los últimos días, su pecho se henchía de orgullo por él.

Cerca de la medianoche, las puertas del balcón del Hôtel de Ville se abrieron de par en par, dejando entrever las figuras de varios hombres que se asomaban al exterior. La multitud murmuró audiblemente durante unos segundos y luego se sumió en el silencio, respetuosa ante la expectación que se creó cuando uno de ellos —Alphonse de Lamartine— se adelantó entre sus compañeros.

Grantaire, al igual que su familia, recorrió con los ojos la fila de figuras hasta distinguir una conocida. Enjolras, alto y esbelto entre el resto de los revolucionarios, su cabello rubio enmarcado por la luz a sus espaldas, los buscaba también, escrutando la marea de gente expectante desde las alturas.

Los encontró casi al mismo tiempo que ellos a él, y Grantaire supo, incluso desde la distancia, que les sonreía. Cuando asintió, el orgullo en su pecho terminó de estallar.

Lamartine abrió los brazos.

—Ciudadanos y ciudadanas de París, hijos e hijas de Francia: ¡la Segunda República francesa queda oficialmente proclamada!

Los vítores se alzaron hasta confundirse unos con otros en el aire de la noche. Los sombreros y las gorras volaron, las personas se abrazaron, los rostros lloraron lágrimas de triunfo. Volaron las gorras de Gabriel y Rose, se abrazaron Anne-Marie y Cosette, Adélina y Pauline, celebraron con más modesta pero sincera alegría Musichetta y Marius, lloraron de emoción Jehan, Léon, Nöelle e incluso el propio Grantaire, que de tal estupor como sentía no se dio cuenta de que su amigo y su hija se lanzaban a abrazarlo también, seguidos de su sobrino, Rose y todos los demás. Incluso algunos desconocidos se les unieron, porque esa noche todos eran París, todos eran Francia. Todos eran pueblo.

Desde el balcón, Enjolras los veía celebrar con el rostro colmado de visible alegría, escuchando las palabras de sus compañeros con la solemnidad de quien no puede ocultar su júbilo por mucho que lo intente, pletórico.

Grantaire lo miró de nuevo y pensó que estaba radiante. Que su resplandor deslumbraba tanto o más que el futuro que se estaba anunciando en esos momentos, el porvenir que los aguardaba a todos.

Y deseó que ese futuro, como él, nunca dejara de brillar.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora