El susurro de las estrellas

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La Luna, esa esfera blanca y gris que "flota" por encima nuestro, tan lejana y preciosa, reluciente como una joya, es el único testigo de aquellas escapadas entre las sábanas de un joven y pelirrojo pescador; siempre observándolo de lejos, soplando con cariño las blancas mejillas del curioso chico.

Es el callado crujir de la tierra bajo sus pies, en una solitaria vereda, lo que avisa a los gatos la presencia de Bruno, puntual como siempre, caminando, con calma y el pantalón remangado, hacia el muelle del pueblo, donde lo espera su barco de madera y un montón de sueños sin cumplir.

Lo normal sería pensar que aquello era un escape de su rutina, una salida de lo cotidiano para poder encontrarse con él mismo al final del día; y estarían en lo correcto, si no fuera porque aquel no era su escape, era su vida, su rutina, su definición de "cotidiano".

Creció rodeado de cañas de pescar y gorros cafés, su casa siempre con el olor salado del mar que se encontraba a apenas unos pasos de la puerta. Solo le bastaba cruzar el umbral, caminar por las piedrecillas que hacían de camino, y enterrar sus dedos en la suave arena de playa, para poder ver un hermoso amanecer y un precioso anochecer, ambos hermosos a los ojos de un chiquillo de 8 años.

Esa noche no era la excepción en aquella su costumbre, pues con la misma tranquilidad con la que llevaba su caminar, se sentó en la orilla del muelle y desató el nudo que mantenía cerca su pequeño bote de madera blanca. No hacían falta lentes para darte cuenta de la paciencia con la que metía sus dedos entre el nudo, desatándolo con una facilidad que solo era posible adquirir gracias a toda una vida de hacer eso mismo, nudos.

No pasó demasiado rato para que empujara el muelle y comenzara a remar. Suspiró cuando vio la lejanía impuesta entre él mismo y su pueblo.

—¡Muuuy bien! Todo listo —dijo a la noche, mientras hurgaba en su bolso y sacaba un pequeño anzuelo—. Perdón, pececitos...

Por más que estuviera acostumbrado a pescar, el sentimiento de culpa no abandonaba su conciencia, aquella que le decía con voz cariñosa que esos animalitos no merecían ese destino. Y él creía en eso, por eso mismo se disculpaba, por no tener el dinero para comprar otra cosa de comer más que el pescado que él mismo obtenía.

La noche era fresca, como siempre lo era en esa época del año. Su aliento formaba pequeñas nubes tibias enfrente de su nariz, con las que jugaba un poco mientras sostenía su caña de pescar, regalo de su padre por su cuarto cumpleaños.

Si te parabas en el muelle y buscabas una silueta a la lejanía, encontrarías la de un pequeño pelirrojo con su fiel caña de pescar. Y si afinabas el oído en su dirección, escucharías un suave silbido que significaba la paciencia de un niño, aquel que comenzaba a remar una vez descubrió que nada picaba. Porque sí, aunque tenía paciencia, también tenía orgullo, uno que siempre obedecía al darse cuenta de lo sola que estaba la zona, haciéndolo remar lejos de ahí y concentrarse en algún otro punto de ese enorme mar.

Con sus piernitas meciéndose por fuera del bote, observó aquello que tan insignificante encuentran algunas personas: el cielo nocturno. Aquel manto brillante que lo encubría en sus travesías y callaba cualquier pesar en su corazón, como si de una canción de cuna se tratase. Sus estrellas brillando con intensidad y susurrándole:

—Ya picará algo, ten paciencia —con cariño y calidez.

Era normal para él contemplar con tanto amor las estrellas, a fin de cuentas, eran su única compañía; sus únicas hermanas. Eran tantas... esparcidas en todo el oscuro arriba y debajo suyo, que contarlas, con el tiempo, se volvió frustrante hasta para él, un alma paciente de nacimiento.

—Hoy brillan mucho... —saludó el niño, a su manera, sonriendo ampliamente al divisar una de las muchas constelaciones creadas por él mismo, fruto de múltiples noches sin que picara nada.

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