Dahiana se sentó frente a su espejo como cada mañana: tenía que prepararse para ir a trabajar y ahora, recién bañada y recién vestida, tan sólo le quedaba maquillarse y, una vez arreglada, podría marcharse a una jornada de ocho horas que la dejaría destruida. Los ojos le pesaban, fruto de no haber dormido bien la noche anterior: cuando había ventas nocturnas, le costaba dos o tres días recuperar las horas perdidas.Mientras se aplicaba un poco de rímel, pudo verse frente al espejo: morena, con largo cabello lacio y fleco a mitad de la frente, podría pasar como empleada de una tienda departamental cualquiera: sus labios, de color rosa claro, resaltaban más con el labial rojo que les puso encima. Sus uñas, perfectamente pintadas de color salmón, dirigían ahora el lápiz para el delineado alrededor de sus ojos, cuidando de hacer el trazo de un solo golpe para no arruinarlo y tener que volver a empezar.
A veces, no podía evitar voltear a verse al espejo: no para ver lo que estaba haciendo, sino literalmente, voltear a verse. Se intentaba apreciar, pero no lo conseguía: se repudiaba, no veía en la mujer del espejo a alguien deseable. Su último novio la dejó: resultó ser un picaflor infiel que estaba más interesado en sus amigas que en ella. Dahiana apenas lo sufrió al enterarse: de cierto modo, ya lo sabía, por más que se esforzara en negarlo.
Esta vez, como en varias otras ocasiones, Dahiana ni siquiera estaba segura de quién observaba a quién: ella al reflejo, o su reflejo a ella. De repente, como en otras ocasiones, su reflejo movió la boca:
— Inútil.
Dahiana se ofendió, pero no fue capaz de responderle.
— ¿Hasta cuándo piensas seguir así?
No respondió: no quería responderle, no quería dar pie a una discusión consigo misma (otra vez). Llevaba prisa y no podía faltar otra vez al trabajo el mismo mes. Sin embargo, su reflejo quería pelea.
— Veinticinco años ¿y qué has hecho con tu vida? ¿Por qué valdrías la pena? ¡Mírate!
— Déjame en paz.
— No puedo. Sabes que no. Soy tú. Si tan sólo me dejaras salir de aquí...
— ¡No! -exclamó Dahiana, alzando la voz-. ¡Eso nunca!
Si lloraba, el rímel se le iba a correr y su cara estaría arruinada, pensó. Sin embargo, le era imposible parar ahora que había perdido el control. Ese maldito espejo...
Antes de poder reaccionar o alejarse, su reflejo le mostró que el rímel que empezaba a correrse sobre su cara borboteaba, como alquitrán caliente. Asustada pero no sorprendida, Dahiana ni siquiera intentó tocarlo. Eso lo haría peor.
— ¡Ni siquiera puedes contigo misma! ¿Cómo vas a poder con un trabajo, una pareja, lo que sea? ¡Por eso te dejó mamá!
— ¡Basta! -chilló Dahiana, ya histérica-.
Su cara comenzó a deformarse en el espejo. Sus ojos se hundieron y las cuencas se estiraron, sus mejillas comenzaron a colgar y sus dedos se alargaron hasta parecer velas: su cabello se le cayó poco a poco tras convertirse en mimbre y las escasas arrugas que tenía se alisaron, dándole un aspecto aún más extraño. Esto siempre pasaba: aunque se deformara de distintas maneras, siempre pasaba lo mismo. Sin embargo, no podía deshacerse del espejo. Lo necesitaba para no sentirse tan sola, estando acompañada de sí misma a diario: ahora que todos la habían dejado, su reflejo era el único que le hacía compañía en las noches.
Dahiana se dejó caer al suelo, llorando.
Tendría que avisar que llegaría tarde otra vez.
