El niño y la flor

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Había una vez un niño, enjuto y frágil, algo soso, que vivía justo a mitad del Valle de Kingsbury. En realidad era un hombre, pero él no lo sabía, nunca había visto a otro ser como él en su vida.

Nadie sabía de su existencia, y al niño –que en realidad nunca lo fue- le pareció que habitaba allí desde el inicio de los tiempos, pero estaba bien, siempre había estado bien , tal vez no, pero él no lo sabía, nunca había conocido a nadie que estuviese mal en su vida.

Su pequeña casa parecía haber caído en la frontera entre Ingary y Porthaven, por lo cual nunca supo realmente bien a donde pertenecía. Alrededor no había más que un aljibe, un huerto, y algunos árboles, también un campo de flores silvestres a unos kilómetros de distancia de la casa. Se sentía hondamente convencido de que todas aquellas flores le pertenecían, y al ser todo lo que tenia, las regaba con esmero cada vez que pasaba por el lugar. No obstante, como es propio de los niños, se aburría con facilidad y las dejaba abandonadas por un tiempo, para luego volver a cuidarlas cuando las veía algo desmejoradas. Recorría todas las mañanas el mismo camino hacia el campo de flores, nunca había recorrido un tramo más largo que ese, sin suponer en absoluto qué otras cosas podría haber más allá.

Iba caminando una mañana cuando escuchó un gemido proveniente del suelo.

– ¡Mira lo que has hecho!–Le recriminó un pequeño bultito verde.

Nuestro protagonista se quedó terriblemente horrorizado, él jamás había conversado con nadie, y tampoco estaba muy seguro de que los brotes silvestres debiesen hablar.

El pequeño y atrofiado retoño siguió su discursiva queja.

– ¡Pero claro! ¿Qué más se debe esperar de un humano? Y no solo de un humano cualquiera ¡Un hombre!

El niño, que había encontrado su propia voz hace instantes, se sintió extremadamente insultado por motivos que él no alcanzaba a entender.

– ¿Cómo me has llamado? –inquirió dolido y enfadado.

–Vaya suerte la mía –siguió el pimpollo, hablando enteramente para sí misma- tropezar con un hombre en medio de este valle, luego de decidir que este era un lugar tranquilo para vivir ¡Solo yo soy capaz de tropezar con un hombre aquí!

Si miramos con atención, podremos darle forma al abultado brote. Tenía el capullo apenas en flor, y unos pequeños pétalos rojos se asomaban a salir tímidamente, a los costados del tallo tenía dos pequeñas hojas que habían sido aplastadas por nuestro niño, estaban arrugadas y débiles. Su voz parecía provenir del interior del capullo, y entre los pétalos cerrados parecían salir dos pequeños ojos amarillentos, casi imperceptibles. Fueron estos pequeños ojos los que lo miraron asesinamente desde abajo.

– ¡Y mira cómo me has dejado!

Todo esto daba igual para nuestro niño, que ahora sabemos a ciencia cierta, era un hombre, pues el capullo lo ha confirmado. Él desconocía todo el proceso de crecimiento de las flores, ya que las suyas siempre habían permanecido igual de perfectas, y ninguna moría o nacía de nuevo. Pero dejémoslo en paz, sólo por ahora, él se creía un gran conocedor de la especie, por lo cual estaba profundamente preocupado ante los recientes cambios que experimentaba su valle.

Jamás había visto algo como el pequeño pimpollo, y hasta donde sabia, le había causado un daño terrible, solo a eso, supuso él, se debían los lamentos del retoño.

– ¿Y es que acaso no piensas pedirme disculpas? Típico de los humanos.

– ¿Disculpa? –repitió el joven, que no había entendido muy bien la palabra.

–Así está mucho mejor –dijo el pequeño brote, dándose por satisfecho.

Así nuestro joven aprendió que pidiendo disculpas todo parecía solucionarse, y más adelante se volvería un experto en pronunciar las palabras mágicas, su voz las soltaría con más seguridad, pero también con sumisión. Aunque siguió desconociendo su significado por bastante tiempo más.

Esa mañana el muchacho se preocupó tanto por el retoño que lo arrancó con mucho cuidado del suelo y lo llevó al interior de la casa, aunque al entrar, ya no supo que mas hacer.

– ¿Cómo te sientes ahora? –le preguntó.

El pequeño brote, tendido en sus manos, contestó con voz amortiguada y ya sin rastro de fiereza.

–Me siento algo mareada, y sedienta, un poco de agua me seria de mucha ayuda, aunque no creo que llueva muy seguido aquí dentro ¿No es así? –Exclamó- ¡Oh, todo está perdido para mí!

De modo que el joven corrió con una vasija hasta el aljibe y la llenó de agua fresca, volvió corriendo hasta su choza e introdujo al pimpollo dentro.

–Esto está mucho mejor, pero no me deja en una posición digna de mi especie. Trae tierra del valle –ordenó- y échala dentro de la vasija.

El humano obedecía cada mandato del capullo entre la exasperación y la preocupación, el retoño no le había agradecido en absoluto, aunque nuestro muchacho desconocía la gratitud.

Esa noche, el retoño pidió al muchacho que la pusiera en el borde de la ventana, junto a la silla que el joven utilizaba para admirar las estrellas.

Estrellas, ahora él sabía cómo se llamaban, el capullo se lo había dicho.

– ¿Y tu cómo te llamas? –le preguntó ella, ya no estaba enfadada o adolorida.

El chico lo meditó un largo tiempo.

–No lo sé ¿Se supone que tenga un nombre?

-Pues claro que si ¿De qué otra forma te distinguirían sino? Todos los humanos se parecen.

–De seguro tienes razón, nómbrame como te plazca ¿Cuál es tu nombre?

El capullo soltó una risita burlona.

–Nosotros no necesitamos nombres, somos únicos e irrepetibles. Pero si quieres, llámame Pimpollo, solo por el momento, uno nunca sabe en qué momento cambiaran las cosas.

El humano cuidó de Pimpollo días y noches, la regó y la vio crecer hasta que dejó de ser un Pimpollo, y le ordenó comenzar a llamarla Flor. A menudo recibía protestas de ella, que cada vez crecía más y más, se volvía más hermosa y delicada.

– ¿Qué haces? ¡Deja de mirarme así! ¿Es que acaso no sabes que si a una Flor se la mira demasiado puede perder toda su hermosura?

Aquello, claro está, era mentira, pero el niño no lo sabía, y se dedicó a mirarla menos, o a hacerlo secretamente. Lo que ocurría en realidad es que nadie nunca la había mirado, ni la había cuidado con el muchacho lo hacía, siempre había estado sola, y aunque amara los intensos cuidados del joven, no estaba muy segura de necesitarlos constantemente, se sentía abrumada y avergonzada por su dependencia hacia un ser humano.

Con el pasar del tiempo todas sus reticencias desaparecieron y ambos se volvieron los más grandes amigos. Ella le enseñó del mundo al exterior, de las guerras, las familias, los hombres de buena y mala voluntad, de las instituciones y monarquías, océanos y desiertos, extraordinarios inventos y artefactos novedosos.

– ¿Cómo es que sabes todo eso? Creí que habías nacido en el valle.

Por primera vez desde que se habían conocido, Flor pareció titubear.

-Esta no es mi primera vida- Aseguró, casi adivinando, para seguir con más seguridad- he viajado a lo largo del mundo, donde el viento llevase, el suelo fuese tibio y el sol agradable, ahí viviría.


-¿Eso quiere decir que vas a irte?

- Haz aprendido cómo mantenerme viva, nunca antes de ti he vivido en un lugar humano.

-Eso no contesta mi pregunta

-Algún día, cuando mi tiempo llegue, tendrás que tomar una decisión. Bien puedes echarme al olvido-dijo Flor asumiendo lo peor- pero también estará en tus manos la posibilidad de cortar uno de mis gajos y hacerme renacer.

-¿Pero me recordaras?

-Recordaré la suavidad con la que tus manos me han trasplantado, el temple del agua con la que tan diligentemente me has regado y el calor de la hogera con la que por las noches me alumbrabas.

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