Capítulo 40

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Aura

Capítulo 40

Desde que comencé a asimilar que Kleyer se había marchado para siempre y que me había abandonado, muchos sentimientos han disputado por mi corazón, el mayor de ellos, el desaliento.

Al principio no podía creérmelo, me negaba a hacerlo, algo tan bonito como lo que estábamos empezando a tejer no podía haber sido sólo una corta y burda mentira. Pero luego el tiempo empezó a pasar, y la cueva en el risco seguía fría y vacía, y entonces Adranne me dijo lo de su madre y Kleyer, y yo empecé a atar cabos. Cuando apareció su hermana, la pena que se había instaurado en mi alma comenzó a dar paso a la rabia, a una intensa y cegadora rabia. Estaba claro que me había mentido, y no sólo en el a dónde había ido, sino en todo lo demás. No tardé en ganarme la confianza de la pequeña en cuanto le hice ver que sabía quién era su hermano. A partir de ese momento, las mentiras comenzaron a caer por sí solas una detrás de otra.

No podía creer tampoco que Kleyer fuese un cambiante. Siempre los había imaginado... no sé, más animales, más salvajes. Su hermana sólo pudo demostrármelo con ágiles y silenciosos movimientos de cacería, puesto que ella aún es muy pequeña como para haberse transformado, pero terminé por creerla, porque la alocada historia del lobo que no podía transformarse encajaba mucho mejor con sus palabras y comportamientos que la que él mismo me había transmitido.

Así que ahí tuve miedo, y curiosidad, además de la incredulidad, la pena, la traición y la furia que ya me embargaban desde tiempo atrás. Y, no obstante, por encima de todo, imperturbable, se mantenía el desaliento. El desaliento al pensar en que me había dejado embaucar por un ser medio animal, por saber que me había permitido el comenzar a amarlo y, sobre todo, por comprender que me había dejado sola, con un hijo en el vientre y al borde de una guerra.

Las emociones pasan una a una por mi corazón herido como una descarga eléctrica al tiempo que lo veo trastabillar con la silla de mi abuela. Me lo quedo mirando, dudando de si sonreír o no hacerlo. Lo cierto es que estoy asustada, y sigo enfadada, pero todo eso ha quedado empañado en cuanto lo he visto abrazado a su hermana en el grupo de niños. Ha vuelto. No me ha dejado sola. Eso es lo más importante.

—Aura... ¿qué? —balbucea.

Las manos empiezan a temblarme, pero no me atrevo a separarlas de mi vientre.

—¿Estás... —le cuesta respirar y se le nota. Se ha quedado lívido como la nieve—. ¿Estás...

—Embarazada, sí —completo.

—Pero, ¿cómo, qué? —se agarra al respaldo de la silla y vuelve a dejarse caer sobre ella. Veo cómo las piernas le empiezan a flaquear y procuro tomar aire para que no lo hagan las mías también—. ¿Cómo ha podido pasar? —murmura.

Enarco una ceja.

—¿De verdad no sabes cómo ha podido pasar? —mascullo.

—No, no, eso sí lo sé, sólo que... esto no me lo esperaba.

—Me lo imagino, supongo que con todos esos secretos que llevas a cuestas, un hijo es lo último en lo que estabas pensando —escupo, irónica.

Kleyer levanta la mirada y me contempla. Automáticamente, comienzo a temblar de pies a cabeza. Ahora que lo tengo ante mí, me doy cuenta de que, en mi memoria, su rostro no estaba del todo definido. Sus ojos verdes, límpidos y alegres me transmiten un amor y una ternura casi indescriptibles, a pesar de que sé que está asustado. ¿Cómo pude dudar de que no iba a volver?

Tierra de huesosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora