1._Acantilado

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Volver atrás parecía una gran idea, sin embargo, no resultó como esperaba. Todo sucedió exactamente igual. Pese a saber lo que ocurriría poco pudo cambiar, después de todo no había en su mundo alguien que contará con el poder para vencer a Hildegarn. Ni siquiera él. Aquel demonio acabó otra vez en el cuerpo de su hermano y de su versión de aquel tiempo. Ambos fueron sellados de nuevo, pero en esa oportunidad él tomó una de las cajas de música y se la llevó consigo a otra época. De esa manera sería imposible que esa horrenda criatura volviera a aparecer en su universo, en su tiempo, en su dimensión. Sin embargo, no esperó terminar en un lugar tan diferente a cualquiera que tuvo la oportunidad de ver, aunque no eran muchos los sitios que llegó a conocer.

Mientras viajaba en el tiempo, huyendo de su época, algo sucedió con la nave. Posiblemente una avería menor, pero que él no podía reparar y tampoco supo cómo lidiar con ella. Así acabo en un planeta muy parecido al del pequeño Trunks, pero muy diferente a la vez. Por supuesto en nada semejante al suyo. Por suerte cayó entre las montañas y nadie advirtió su presencia. No le desagradaba ese ambiente. Estaba muy cómodo ahí hasta que se encontró con unos hombres armados. Los sujetos parecían estar cazando y al verlo fueron amables con él pensándolo un muchacho que andaba de excursión. Sin embargo, a medida que el encuentro se fue prolongado quedó en evidencia que él era muy diferente a ellos. Lo pensaron un lunático. Uno de esos chicos raros que se hacen operaciones extrañas para parecerse a seres imaginarios. Ese joven de mohicano pelirrojo, se asemejaba a un elfo. Después de un rato lo dejaron sin ofrerle ningún tipo de ayuda, aunque él tampoco se las pidió pese a estar bastante perdido.

Después de ese encuentro, Tapion prefirió mantenerse lejos de las personas. Se sentía a gusto en el bosque. No le fue difícil adaptarse a vivir en el. Hizo de una pequeña gruta su refugio, comía pescados del río, conejos y algunas aves. También semillas, raíces y frutas que encontraba por ahí. Las moras silvestres le hicieron daño. No las comía después de tener terribles dolores estomacales por tres días. Él no era humano. Algunas plantas y animales podían ser venenosos para su organismo en este mundo. Cayó en este planeta a principios del otoño, cuando los árboles se vestían con colores cálidos que se mimitizaban con el ocaso.

Los atardeceres de habían convertido en un momento especial para él. Siempre iba al mismo lugar para apreciarlos. Un mirador natural que se formó en el acantilado, al oeste del bosque. Los árboles resguardaban esa punta de lanza de piedra esculpida por el viento y el clima, desde donde el océano podía apreciarse inmenso, calmo y de los colores del cielo según el momento del día en que te pararas allí. Él iba a la hora del crepúsculo a complacerse con ese paisaje y a tocar su ocarina en la más absoluta de las soledades. En su cintura llevaba la caja de música que era un recuerdo y una compañía. Jamás se separaba de ella.

El sonido de su ocarina bajaba las escarpadas laderas hacia las furiosas olas y se metía entre los árboles, donde su única audiencia eran los animales que ajenos al encanto de su ocarina seguían con sus vidas, a diferencia suya que se sentía fuera de lugar y perdido en un mundo que no conocía y al que su fatiga no le permitía aventurarse. Su serenata culminaba con el abrazo de la noche, que le hacia mirar al cielo en busca algo que no estaba allí, ni en ningún lugar en este universo. Era Tapion la criatura más solitario de este mundo o eso pensó de si mismo hasta esa tarde en que alguien más se asomó entre los árboles, pero a unos cuarenta metros a su derecha. En una curva áspera del acantalido. Unos arbustos lo dejaban a resguardo de aquella figura femenina de largo cabello rubio y blanca piel, que con un camisón de dormir color violeta caminaba entre las piedras. No advirtió su presencia porque llegó antes de que él tocará su ocarina. Era la primera persona que veía en semanas, pero no tenía pensado acercarse hasta que vio a la mujer avanzar peligrosamente al borde del acantilado. Él estaba un poco más arriba, por lo que desde su pocisión era visible la diminuta orilla rocosa donde las olas rompían espumosas y rugientes. Habían unos setenta metros desde donde ellos estaban hasta el fondo. Sólo alguien que buscaba un prematuro fin podía saltar desde allí. Cuando la vio quitarse los zapatos, decidió quedarse un momento con algo más que un presentimiento a cuestas. Sucedió rápido, ella sólo se dejó caer. Hasta lo hizo con delicadeza. Su delgado cuerpo dió la impresión de flotar un instante para después descender al mar.

La sinfónía del ocaso.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora