Prólogo

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Margo Parryl desde muy pequeña supo que algo la hacía "especial" en su familia. El amor y el bienestar jamás le faltaron por parte de sus padres y su hermano y sin embargo desde muy pequeña sentía que no encajaba del todo bien con ellos. Quizás fuese por las diferencias físicas notables que había entre los cuatro integrantes: ellos de azabaches cabellos y azules ojos, mientras que ella era rubia como el sol y ojos de miel dorada; quizás era por el trato especial que le daban, como si de una muñeca de porcelana se tratase, la que con el más suave de los golpes podía quebrarse en pedazos.

A la edad de doce, aún demasiado joven para considerarse adulta pero lo suficiente madura como para comprenderlo, supo que era adoptada.

El matrimonio Parryl la había cobijado de un orfanato de Londres. Louisa, quien sería su madre, debido a una complicación con su primer y único embarazo no había podido tener la gran familia con la que siempre había soñado, por lo que luego de hablarlo con su esposo Charles, su padre, decidieron adoptar a la niña que la naturaleza les había negado. A la tierna edad de ocho meses fue llevada con ellos; no les interesó su pasado, si había sido huérfana o había sido abandonada, simplemente se vieron conmovidos por la pequeña sin hogar necesitada de todo el amor que ellos estaban dispuestos a dar.

Saber la verdad de su historia no modificó en lo absoluto el cariño que sentía por ellos, al contrario, lo hizo más sólido... que no compartieran la misma sangre no los hacía menos familia sino que los había vuelto mucho más unidos, si es que eso era todavía posible.

Era la más joven por varios años y aun así eso no resultaba ser un obstáculo para llevarse de maravilla con sus padres y su hermano mayor.

Louisa y Charles le impartieron una perfecta y bien estructurada educación, hicieron de ella una señorita inglesa, con modales delicados y una personalidad encantadora y atrapante, aunque bastante terca y obstinada.

Su hermano fue en cambio su ejemplo de rebeldía y pasión por el día a día.

Si le preguntaban, diría que Henry era su persona favorita en el mundo; un hermano que la cuidaba, la mimaba y saciaba cualquier capricho infantil o adolescente que pudiera ocurrírsele. Su diferencia de doce años de edad no conllevó jamás problema alguno: Henry la cuidó cuando era apenas una bebé, le compró dulces cuando era una infante, curó sus raspadas rodillas en sus aventuras como puberta e incluso secó sus lágrimas cuando le rompieron el corazón en la adolescencia. Él era su pilar, y le gustaba creer que ella lo era para él.

A pesar de todo lo unido que eran en sus corazones, por largos años la distancia estuvo entre ellos y los encuentros se limitaban a pocos días en el mes: al inicio de la universidad, Henry se mudó a una residencia; con un título en mano y un buen empleo no tardó demasiado en comprar una modesta casa, todo mientras Margo, orgullosa de él y su independencia, permanecía aún bajo las alas de sus padres.

Las llamadas entre semanas no faltaron: los consejos, ayuda para sus estudios, las malas bromas y las remembranzas de cuando su única preocupación era que mamá no los encontrara en alguna travesura siempre estaban disponibles del otro lado de la línea telefónica.
Cuando Margo inició la universidad no lo dudó un segundo, y con la ayuda económica de una pequeña beca que había ganado por su desempeño académico, se plantó ante sus padres sin atisbo alguno de vacilación.

-¡Henry! -gritó apenas puso un pie en la casa sin importarle si los vecinos la oían.
Apresurada, sin querer perder un solo segundo más, corrió escaleras arriba llevándose por delante la mesa del comedor-como siempre ocurría con su andar atropellado- en busca de su hermano.

En cuerpo y almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora